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Estudiar qué fue el exilio arquitectónico no significa enumerar proyectos sino entender las contradicciones vividas por quienes partieron, considerando las diferencias políticas en los países de arribada y los cambios de política en los mismos.

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SAMBRICIO, Carlos. Arquitectura española del exilio. Resenhas Online, São Paulo, año 13, n. 148.02, Vitruvius, abr. 2014 <https://vitruvius.com.br/revistas/read/resenhasonline/13.148/5127>.


Pertenecemos, quienes concebimos esta reflexión sobre lo que fue la arquitectura del exilio, a una generación para quien la simple mención a los arquitectos que 1939 marcharon fuera del país era guiño de complicidad, al margen de que supiéramos poco o nada de su trabajo profesional. Utilizamos, reconocemos, el nombre de quienes optaron por el exilio e identificamos compromiso político con pertenencia a la vanguardia arquitectónica, a una vanguardia que – en la España franquista – se quiso erradicar y condenar al olvido. Porque al auspiciar aquel Régimen una torpe arquitectura historicista y anatemizar lo que poço antes fuera expresión de racionalidad, entendimos que quienes se vieron obligados a abandonar la tierra de sus padres habían sido los impulsores de una arquitectura moderna que reclamábamos.

Cometimos, en aquella reivindicación, ingenuos y groseros errores: em primer lugar, consideramos que quienes partieron configuraban un grupo coherente y compacto y afirmamos con convicción que, de haber permanecido em España, la arquitectura – carente en la década de los cuarenta de grandes nombres – hubiera seguido opciones bien distintas. Ocurría esto a mediados de los años sesenta, cuando España no era, como algunos intentan hoy hacer creer, un país donde una mayoría buscaba reaccionar ante la dictadura franquista: por el contrario, y dejémoslo claro, España era un país donde aquella dictadura se aprovechaba del temor de la mayoría a un traumático pasado, identificando “miedo” con “apoyo tácito” y donde solo una contadísima minoría pretendia otra forma de vida. Tardamos en saber que casi 50 arquitectos habían marchado y poco o nada supimos de su actividad profesional en los países de arribo, Del mismo modo que tardamos también en saber que supuso la “depuración profesional” para quienes quedaron en lo que se ha denominado el “exilio interior”, impidiéndoseles ejercer su profesión. Y solo muy tarde supimos de quienes – al haber luchado en el bando republicano y no haberse titulado en 1936 – se vieron obligados (mientras que otros obtenían sus títulos presentándose a examen com uniforme y correaje) a reiniciar la carrera y repetir exámenes. Creíamos (e insistíamos machaconamente en ello) que la ausencia de aquellos exilados dio al traste con el brillante momento esbozado a partir de los veinte, pero cuando argumentábamos que su ausencia había lastrado y condicionado el devenir de la arquitectura moderna se nos hacía ver como una más joven generación –desde mediados de los cincuenta – había tomado brillantemente el relevo, con lo que se nos intentaba acallar, haciendo ver cuánto el papel de los exilados no era tan importante como reclamábamos. Y lo que entonces no sospechamos que hubiera ocurrido es que en ocasiones el propio exilio marginó a algunos, bien por vivir en diferentes órbitas político-geográficas, bien por llevar las diferencias políticas que habían aflorado en los años de guerra al campo profesional, en una más que condenable forma de comportamiento. Así, por ejemplo, Lacasa y Sánchez Arcas fueron olvidados y sus nombres silenciados: y si inexplicablemente Sáenz de la Calzada apenas se refirió a ellos en su anticipador y meritorio trabajo sobre el exilio de los arquitectos españoles, peor se entiende que muy recientemente – en un trabajo brillante y bien documentado sobre lo que pudo ser el pabellón de España, en la Exposición Internacional de Nueva York, celebrada en 1939 – se señalara cómo “Sert, Lacasa y Martí, compartieron influencias y formación; los dos primeros, en el contexto del GATEPAC catalán y el tercero, en la Generación del 25 madrileña” (1).

Si en un primer momento para el franquismo (como ocurrió en la Alemania nacionalsocialista, donde “Partido” – NSDAP – se identificó com “Nación” y la bandera alemana se vio sustituida por la esvástica) los exilados sólo eran “traidores amargados” (identificando, en insólita villanía, “Patria” con “Gobierno” y tildando en consecuencia de “mal español” a quien no apoyara al franquismo) en los sesenta al odio se unió el desprecio, al reprocharles no ser capaces de aceptar y asumir el “desarrollismo” que vivía el país. Mutando el Régimen su tosca máscara historicista (desmarcándose del pastiche) al propiciar la imagen de modernidad que tanto precisaba el Gobierno, que identificaba sus logros con los “veinticinco años de paz”, se tomaba el final de la guerra como punto de partida de una nueva historia, razón por la cual para nada se necesitaba la presencia de los exilados (esto es, de su arquitectura) por lo que sobraba estudiar la obra de quienes habían marchado. Insistiendo en lo excepcional y llamativo de algunas propuestas, gracias a las cuales la arquitectura española ya no se diferenciaba de cuanto se proyectaba o construía en Europa (se tratara de la cúpula de Pérez Piñero, del Fisac de Alcobendas, del Oíza de Torres Blancas, del módulo de Leoz, de los proyectos de Sota o de la arquitectura de Coderch), la arquitectura del exilio fue minimizada citándose (que no estudiándose) solo de manera puntual la obra de Josep Lluís Sert anterior a su partida, ignorándose que pudo proyectar a partir de 1939, fuera ya de España.

Plan Director de Calles y Avenidas elaborado en 1939 sobre un plano base realizado por el MOP en 1938 a partir de la primera foto aérea de la ciudad de 1936 [Arquitectura española del exilio, p. 288]

Poco a poco empezamos a conocer la oculta realidad: cierto es que el papel jugado por Lacasa en URSS quedó desfigurado y perdido del mismo modo que la presencia de Sánchez Arcas se diluyó sin que nadie estudiara su labor antes o después de la guerra; de Martín Domínguez tuvimos primeras noticias por la polémica que su hijo mantuvo – en las páginas de Nueva Forma – con Fullaondo, y hubo que esperar al trabajo que sobre Sert publicó Jaume Freixa para informar sobre lo que hasta el momento casi todos ignorábamos. Hubo, también, sorpresa cuando el exilado Félix Candela construyó en Madrid la iglesia de Guadalupe, por cuanto aquella arquitectura (en 1963) ni tenía que ver con el mito de la arquitectura anterior a la guerra ni con los proyectos planteados en los años treinta por Torroja o por Sánchez del Río. Poco a poco una generación entendió, rompiendo con la inercia existente, la necesidad de afrontar el estudio del exilio arquitectónico de modo paralelo a cómo se empezaba a estudiar la arquitectura del primer tercio del siglo: dicho de otro modo, cualquier estudio sobre la arquitectura concebida y construida en España durante la primera mitad del siglo debía complementarse con el análisis de aquella otra arquitectura española desarrollada por quienes marcharon al exilio.

Se partía de una premisa simple: si algo caracterizó la arquitectura anterior a la guerra fue la complejidad de lo sucedido entre el final del modernismo y el inicio de la contienda, entendiendo que ninguna opción o propuesta debía valorarse como “dominante” frente a otras, fuera este el racionalismo “ortodoxo” reclamado por Bohigas al referirse a la arquitectura del GATCPAC o el también por él denominado racionalismo “heterodoxo” y que comprendía todo lo que no fuera la propuesta de Sert. En una España que consolidó su industria, mientras los países europeos luchaban en la Gran Guerra, pronto dos problemas (definir una política de viviendas económicas y sentar las bases del desarrollo urbanístico) caracterizaron un periodo. Se abría así un campo que englobaba tanto un clasicismo desornamentado como a quienes optaron por una “nueva subjetividad”, buscando la simplicidad arquitectónica, y en consecuencia resultaba necesario matizar el impreciso término “modernidad arquitectónica” (cuestionar a quienes identificaban sin matizar la arquitectura moderna con las pautas definidas por Le Corbusier). Fue así como por vez primera se publicaron opiniones que señalaban cuánto Lacasa era bien distinto no ya a Sert sino también a Sánchez Arcas, cuando comenzamos a percibir cuánto las preocupaciones e intereses arquitectónicos de Sert (su mundo cultural) no eran – como algunos mantenían – tan coincidentes con quienes aparecían como sus más íntimos colaboradores en GATCPAC (se tratara de Rodríguez Arias, Illescas o, incluso, Torres Clavé), del papel menor (su mérito fue divulgar) que Mercadal tuvo como arquitecto, o en que medida la obra de Zuazo – obra contradictoria por encima de todo – solo se entiende en función de quienes colaboraron en cada proyecto. De ese modo, en lugar de afrontar los “momentos brillantes” de uma cultura algunos optamos por estudiar las contradicciones de la misma: y trás destacar la necesidad de proceder a la simplificación de una historiografía concebida como justificación de sucesivos y encadenados momentos de la vanguardia, buscamos definir – frente a quienes identificaban “modernidad” con lenguaje formal – los problemas (o temas) a los que la arquitectura, ya en los años treinta, tuvo que hacer frente.

Se imponía conocer qué había sucedido fuera del limitado ámbito de Madrid y Barcelona. Y buscando comprender qué sucedió en el País Vasco cuando en 1934, al desaparecer de escena José María Aizpurúa (autor del Náutico de San Sebastián, obra valorada por Giedion, Hichcock y Johnson como paradigma de la vanguardia arquitectónica española, tras abandonar la arquitectura y optar por la política, marchando a Madrid para colaborar con José Antonio Primo de Rivera en la organización política de Falange Española) surgieron los nombres – todavía hoy mal conocidos – de Vallejo, Amán o Madariaga, arquitectos capaces de presentar propuestas tan singulares y novedosas como las que se ofrecieron em el concurso de Solocoeche, cuando hubo quien dio a las viviendas para solteros soluciones en planta con evidente referencia a la arquitectura soviética de aquellos mismos años. Fue entonces – al constatar que muchos de aquellos protagonistas habían marchado al exilio – cuando entendimos que la única forma de comprender el valor de su ausencia era afrontarla desde un triple prisma: confrontándola con la desarrollada en los primeros años del franquismo, con la que encontraron en los países de arribo, y por último, con la llevada a término em aquellos países. Porque solo así podríamos entender que supuso su ausencia y cuál fue su aportación teórico-profesional a los países que les recibieron.

Maqueta del proyecto del conjunto OVRA, Casa Amarilla, propuesta de Antonio Bonet y otros [Archivo FAP. Arquitectura española del exilio, p. 49]

Desde estas premisas los primeros trabajos sobre la arquitectura del exílio (se tratara de los escritos de José Ángel Sanz sobre la arquitectura del País Vasco o de los publicados en Venezuela por Martín Frechilla; de los estudios de José Maria Rovira sobre Sert o de las investigaciones de Fernando Álvarez sobre la obra de Bonet Castellana en Argentina; de Pepa Cassinello sobre la obra de Félix Candela o de otros trabajos sobre las figuras de Luis Lacasa o sobre Sánchez Arcas) (2) buscaron hacer ver cuánto la arquitectura del exilio – lejos de ser fenómeno descontextualizado – debía encararse tomando como referente tanto la arquitectura española como la de los países receptores, y una primera duda se planteó al constatar la complejidad de un momento en el que, frente a quienes entendieron que la arquitectura debía dar solución a la paz social, hubo quienes optaron por una modernidad formal carente de contenido. Pudimos comprobar cómo el lenguaje racionalista había sido utilizado por profesionales “a la moda” preocupados por “disfrazar” y hacer pasar por tales viviendas de disparatados programas de necesidades, al tiempo que hubo, en aquella España, quienes reflexionaron sobre la célula habitacional, quienes debatieron de qué modo la agregación de dichas células configuraba el bloque y de qué manera estos definían la ciudad. Frente al gesto a la moda, otra arquitectura reclamó tanto políticas de vivienda como una nueva gestión de la ciudad: fueron estas las premisas fundamentales de uma vanguardia que se identificó con la República y fue así como se encararon cuestiones tales como la normalización e industrialización, como se definieron nuevos programas de necesidades, se propusieron políticas de equipamientos, se afrontaron los problemas urbanísticos desde la pequeña, mediana y gran escala, al tiempo que se abría un hasta entonces inexistente debate sobre el sentido de la tradición y lo popular en la arquitectura.

Ignorando lo señalado, hace menos de diez años dos historiadores latinoamericanos plantearon (a modo de “nuevo Llaguno”) el estudio de los que denominaron “arquitectos desplazados” (3) ofreciendo –en meritoria labor, por cuanto que por primera vez se ofrecían datos desconocidos – una erudita visión sobre cuál fue el trabajo profesional de los 49 arquitectos que, al finalizar la guerra, optaron por marchar. Y presentando un listado que sin embargo (y sin explicar la razón) no coincidía con el que en su momento había dado Giner de los Ríos. A instancias de Inés Sánchez, funcionaria del Ministerio de Vivienda, ambos historiadores organizaron una documentada exposición y publicaron el correspondiente catálogo con la intención de dar a conocer quiénes fueron aquellos arquitectos que – ante el triunfo del franquismo – tuvieron que dejarlo todo, apoyando sus comentarios en extrapolados textos que en su día escribieran Gaos, Aub, Sánchez Vázquez o Zambrano sobre el exilio, por vez primera se ofrecía una visión de conjunto sobre lo que había sido el exilio arquitectónico.Transcurrido desde aquel homenaje tiempo más que suficiente para poder comentar y opinar – de manera tal que las objeciones no puedan interpretarse como críticas al fondo de la exposición – cabe señalar que quienes organizaron la misma se interesaron más por el hecho mismo del exilio que por valorar – desde la historia de la arquitectura – cuánto su marcha lastró y empobreció la arquitectura del país que les vio nacer y cuál fue su aportación profesional al que fuera su nuevo hogar.

Proyecto a medio camino entre la historia y la necesidad de remediar injustos olvidos, confundiendo historia y memoria (que ni son términos sinónimos ni son términos intercambiables), aquella exposición se concibió como justo homenaje a quienes obligados dejaron la tierra de sus padres y marcharon, ignorándolo todo del medio en el que buscaron asilo (4). Quizá por ello – entendiendo que el homenaje debido era “al exilio” – a cada uno de los 49 arquitectos exilados se le asignó idéntico número de paneles expositivos e idéntico número de páginas en el catálogo: sin duda con aquel sedicente ejercicio democrático (igual espacio para todos, independientemente de cuál fuera su obra, de cuál su importancia, de cuál su trascendencia) las familias quedaron contentas, pero quienes nos interesamos por la historia de la arquitectura quedamos defraudados.

Desde criterios entomológicos (en un singular salto en la metodología de la historia, volviendo a las biografías, a la enumeración, a la simple mención de obras construidas o clasificación por año de titulación), se facilitaron datos sin contextualizar. Por ejemplo, al estudiar el trabajo llevado a término por Jesús Martí en México ni se recordaba cuál había sido en 1934 su colaboración con Luis Lacasa en el concurso para construir ocho poblados en las cuencas del Guadalquivir y del Guadalmellato, ni se especificaba por qué aquel proyecto fue determinante en la política que el mexicano José Luis Cuevas planteó (siguiendo las pautas marcadas por Lázaro Cárdenas) en la colonia Santa Clara, ni se daba razón por la que entonces el casi inexperto Candela colaboró con Martí (la propuesta, siguiendo las pautas marcadas por el mexicano Aburto en sus estudios sobre la normalización de la casa rural, retomaba en cierto sentido la propuesta de prefabricación esbozada en el concurso de 1934 por Torroja), ni se explicaba la razón – política – por la que el mismo Jesús Martí colaboraría años más tarde con Enrique Segarra en Veracruz.

Silla Catalana y butaca Isla Negra, c.1945 [Archivo Muebles Sur. Arquitectura española del exilio, p. 91]

Lo que señalo no es anécdota, puesto que en las páginas que siguen se entenderá cuánto lo que en la exposición se buscó fue primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo, ofreciendo datos y enumerando actuaciones pero nunca explicando el valor de lo expuesto. Es decir, se entendió la exposición desde los criterios expuestos por un Sáenz de la Calzada que en su día se preguntó retóricamente“¿Puede un país cualquiera sufrir sin menoscabo gravísimo de su identidad cultural la sangría inmisericorde de sus más elevados valores en todos los campos del arte y del conocimiento? La respuesta es obvia”. Aceptando la premisa que aquel exilio “fue un espléndido regalo que España hizo al mundo a expensas de una gravísima e irreparable mutilación de su propia sustancia esencial”, ignoraron la más reflexiva opinión de quienes, buscando no confundir comportamiento político con capacitación profesional, ratificaron – como hiciera Sender – la opinión de un Juan Carlos Onetti quien, cuestionando la labor profesional desarrollada en los países de arribada por algunos de aquellos “trasterrados”, afirmaba con toda crudeza como “... lo que natura no da, el exilio no presta. Lo que natura da, el exilio no quita” (5).

El exilio (la arquitectura del exilio, cuanto menos) es una confusa madeja que precisa ser desenmarañada. Ocurre, en primer lugar, que la reivindicación de lo que fue admirable gesto se confunde con valoración profesional. Y si para Onetti era preciso diferenciar intelecto y compromiso político, convendría así mismo no confundir exilados con emigrantes, entendiendo que los primeros fueron aquellos que, tras pasar la guerra en España y acabar la contienda asumieron – al margen de que hubieran tenido o no responsabilidades políticas – la opción del exilio; los segundos fueron quienes marcharon fuera del país al poço de iniciarse la contienda, ciertamente sancionados al finalizar la misma por no haberse incorporado a “zona nacional”. Y ejemplo de cuánto se hace necesario diferenciar unos de otros sería el caso de Ribas Seva (estudiado por Fernando Álvarez), quien rizaría el rizo al reconocer en sus Memorias que la decisión de marchar la tomó en 1936 señalando que “si no hagués pogut sortir d’Espanya aquesta segona vegada crec que m’hauria ficat al Tercio, perquè eren professionals, no eren d’esquerres ni de dretes, jo em sentia més bé amb aquests que amb la falange o les requetés” (6). Pero hay más: demasiado a menudo quienes reivindican el drama del exílio han identificado la decisión de la partida con la imprecisa categoría de “la vanguardia arquitectónica”, resultando chocante en este sentido ver cómo de todos los que marcharon se dice que fueron, antes de la guerra, no solo grandes profesionales sino también decididos partidarios de la más moderna arquitectura racionalista.

Estudiar qué fue el exilio arquitectónico no significa enumerar proyectos sino entender las complejidades y contradicciones vividas por quienes partieron, considerando tanto las diferencias políticas en los distintos países de arribada como – durante el tiempo que duró su exilio – los cambios de política que se dieron en los mismos, así como las diferentes coyunturas políticas y económicas por las que pasaron. Obvio, por ejemplo, que la política de vivienda del primer Gobierno peronista fue por completo opuesta a la desarrollada por el Taller de Arquitectura del venezolano Banco Obrero, por lo que sería absurdo intentar comparar la labor de Antonio Bonet con la que pudieron llevar a término quienes colaboraron en Caracas con Carlos Raúl Villanueva. Pero, y por lo mismo, sería equivocado entender que en un mismo país (México, por ejemplo) la situación entre 1939 y 1956 (fecha en la que algunos iniciaron el retorno) no varió, ignorando de qué manera el proyecto reformista de Cárdenas se trastocó en el discurso de “unidad nacional” de Ávila Camacho, pasando en pocos años al “industrialismo” de Miguel Alemán. Entre cada uno de los momentos señalados hubo debates bien precisos, por lo que para comprender las distintas situaciones que vivió el exilio (es decir, a qué hubo de hacer frente, desde la tan reclamada necesidad de “integrarse”) es necesario estudiar cómo evolucionó su práctica profesional y contrastar esta con la desarrollada por los arquitectos allí titulados. Se hace preciso entender no solo que la vanguardia de 1930 era por completo ajena a los debates de la década de los cuarenta y que los cambios ocurridos a partir de 1950 – tanto en las repúblicas latinoamericanas como en Europa – determinaron la labor de quienes iban perdiendo las esperanzas de volver dignamente. No pretendemos repetir aquí y ahora el debate abierto en su momento sobre términos brillantemente acuñados (por ejemplo, sobre el concepto de “trasterrado”) sino que la intención es entender en qué medida el Saber y la Técnica que llevaron quienes marcharon fue aplicable a un mundo que reclamaba soluciones nuevas, a problemas nunca hasta el momento planteados: en consecuencia, el estudio de la arquitectura del exilio necesariamente deberá afrontar no solo desde qué Saber y desde cuál Técnica encararon aquellos exilados su nueva labor profesional, sino, y sobre todo, conocer cuál era el Saber y la Técnica de los países de arribada. Cierto que hubo quienes, titulados apenas iniciada la guerra – como Candela, Sáenz de la Calzada, Robles Piquer, Bonet Castellana... –, apenas podían presumir de práctica profesional: pero, frente a ellos, otros marcharon contando con gran experiencia.

Edificio FOCSA en el sector oriental de Vedado, La Habana, de Ernesto Gómez-Sampera, Mercedes Díaz, Martín Domínguez y Bartolomé Bestard, 1956 [Archivo Juan de las Cuevas. Arquitectura española del exilio, p. 162]

En la citada exposición se optó por “clasificar” por generaciones a quienes marcharon, entendiendo – en mi opinión, desde criterios entomológicos – que la fecha de nacimiento otorgaba un impreciso saber hacer respecto a problemas arquitectónicos específicos: al margen de la edad sabemos que hubo quienes se integraron sin problema y quienes, por el contrario, jamás lo consiguieron; que hubo quienes buscaron comprender los problemas que desarrollaban sus coetáneos locales pero también que muchos, por el contrario, mantuvieron la práctica profesional adquirida en España, organizando su vida profesional desde estas referencias. Y es aquí donde se plantearon contradicciones como las vividas por un Madariaga que, a comienzos de los treinta, había colaborado con Vallejo en el concurso de Solocoeche y que al llegar a México lo haría con un Villagrán, preocupado en 1940 por una modernidad formal que ignoraba y daba por olvidadas las propuestas que una generación más joven (es decir, más radical) había formulado poco antes en las Pláticas (7) al señalar qué debía ser la arquitectura social. Sorprendentemente el arquitecto que marchó al exilio olvidaba las que hasta poco antes habían sido sus preocupaciones sobre la vivienda social (coincidentes con las formuladas en México por Legarreta, Aburto, O’Gorman, del Moral, Yánez...), centrándose en una arquitectura – de calidad, quede claro – próxima a los intereses del sector privado pero ajena a las inquietudes manifestadas poco antes.

Cierto que al concluir el periodo armado de la revolución mexicana el Gobierno desarrolló un amplio programa nacionalista de desarrollo económico buscando reconstruir al país y atender las necesidades de salud, educación y vivienda. La obra pública tuvo el valor añadido de ser símbolo de la revolución, al promover la modernización de la república y legitimar el poder del Estado pos revolucionario. Pero quince años más tarde el panorama había cambiado, como lo prueban los proyectos de Obregón Santacilia y Francisco Serrano. Y que durante el Gobierno de Lázaro Cárdenas se pasara de un geometricismo a un debate racionalista refleja lo que Giedion denominó “integración de las artes”, arribando los arquitectos españoles a México cuando la Revolución Mexicana se valoraba como promoción cultural, política y social, reflejándose en el muralismo, pintura y escultura nacionalistas. Cierto que fue Villagrán quien dotó a lo que denominara “racionalismo nacional” de un carácter que le pervivió incluso tras el éxito del funcionalismo, pero no olvidemos que la política agraria propiciada por Cárdenas (contando con la colaboración de Narciso Bassols y el citado José Luis Cuevas) constituiría otra de las pautas fundamentales del México de aquellos años. Sin embargo, ninguno de los arquitectos españoles (ninguno de los de antes de la guerra, en la España de la Dictadura de Primo o en la España de la República) que habían trabajado en proyectos de colonización se interesaron en México por el tema, ignorando tanto los concursos de viviendas económicas como las propuestas de Aburto en la definición de nuevos poblados agrícolas y centrando su actividad en el ejercicio libre de una profesión liberal. Cabría decir que en el exilio olvidaron sus anteriores preocupaciones sociales: pero de tal contradicción nada se decía en la exposición, basada más en rememorar que en analizar.

¿Por qué el exilio español ignoró y desoyó las necesidades mexicanas, máxime cuando los problemas abiertos y planteados por la vanguardia mexicana eran similares a los debatidos en la España de los años veinte y treinta? ¿Por qué nadie se integró en la vanguardia mexicana como sí lo hicieron, por el contrario, los alemanes Cetto, Goertliz o el suizo Meyer? Pero hubo más: ¿por qué Bonet fue ajeno en Argentina a la política de vivienda de la Fundación Eva Perón, durante el primer Gobierno populista? ¿Por qué Francisco Azorín, antiguo militante del PSOE, y autor de numerosísimos proyectos de casas baratas promovidos por su partido, apenas tuvo actividad profesional durante sus años de exilio? ¿Cómo se explica que Rodríguez Arias – brillante colaborador de Sert en GATCPAC – apenas tuviera vida profesional en Chile? ¿O que Santiago Esteban de la Mora – compañero de Lacasa en la propuesta alternativa que la Oficina Técnica Municipal (OTM) del Ayuntamiento de Madrid presentara frente al Plan Zuazo – pasara desapercibido en una Colombia donde se estaban gestando importantes proyectos urbanísticos? Incluso, y pese a las imprecisas y equivocas palabras pronunciadas en la citada exposición, ¿en verdad algún arquitecto español colaboró con el Banco Obrero en Caracas? De ser así, ¿quién fue y cuál su participación concreta? ¿Aportó ese impreciso arquitecto (del que se afirma que existió pero sin que se dé su nombre) la experiencia vivida en la España republicana a la obra de Carlos Raúl Villanueva?

Parece lógico pensar que, si el exilio arquitectónico español estaba configurado por la vanguardia arquitectónica, hubiera cabido esperar su colaboración con quienes en América Latina buscaban bien participar tanto en la transformación de las antiguas ciudades coloniales en modernas metrópolis como en la definición de programas nacionales de viviendas (para clase media) teorizando en consecuencia sobre los nuevos estándares de necesidades. Pero nada de esto ocurrió y la aparente contradicción se explica al advertir que – en el mejor de los casos – la mayoría de quienes marcharon al exilio solo habían sido “compañeros de viaje” de unos pocos (Sert, Lacasa, Sánchez Arcas, Madariaga, Bergamín, Domínguez...), ajenos en la España republicana a los debates teóricos. Frente a la clasificación “generacional”, convendría entender el papel menor jugado (en temas de arquitectura y ciudad) por la mayoría de quienes marcharon bien por ser meros colaboradores, bien por haber abandonado en un determinado momento de su vida su actividad teórica (tal fue el caso de Amós Salvador) dedicando su actividad al desempeño de cargos públicos (8).

Quien repase, por ejemplo, las “historias de la arquitectura del siglo XX” publicadas en los distintos países latinoamericanos verá cómo, frente a las triunfantes referencias hechas desde la España democrática a la aportación profesional del exilio, en aquellas apenas se dice nada sobre el mismo. Cierto que Bonet Castellana, Bergamín, Candela, Sert o Martín Domínguez tienen lugar propio y no en letra pequeña: pero del resto apenas hay referencias. Quizás en un primer momento se produjera lo que algunos (desde José Moreno Villa hasta Paulino Masip) criticaron, al referirse al comportamiento de los exilados frente a la nueva realidad, instando y recomendando la integración. Quizás la idea de que aquella había sido una marcha “temporal” condicionara actitudes contrarias a la integración asumida por refugiados de otros países (Max Cetto, Mathias Goertliz o Hannes Meyer, por ejemplo, colaborador el primero de Ernst May en Fráncfort y director del Bauhaus Meyer) que pronto demostraron que su preocupación primordial era integrarse en la nueva cultura, en su paisaje, en las costumbres de un pueblo: y el modo en que el primero describió su visita al Pedregal de San Ángel, antes de afrontar el proyecto, no hace sino confirmarlo. Lo sorprendente sin embargo es que Cetto y Madariaga coincidieron al tiempo en el estudio de Villagrán, pese a lo cual cada uno adoptó actitudes propias, ligadas en el primer caso a lo que aprendiera de Neutra en California, dependientes en el segundo de la praxis desarrollada en el País Vasco antes de la guerra.

Al estudiar el exilio de los arquitectos no buscamos convertir la anécdota en categoría o, lo que es lo mismo, generalizar hechos puntuales: consciente de lo minoritario de aquel colectivo en el conjunto de los intelectuales que marcharon y, a su vez, del hecho que este apenas supuso el 1% del total de los que partieron, el tantas veces citado “desarraigo” o no integración de este grupo de profesionales merece ser cuanto menos – lo que no sucedía en la exposición celebrada en Madrid (9). Cierto que las circunstancias de la “emigración arquitectónica” fueron distintas de la vivida por literatos, historiadores, físicos, químicos, biólogos, ingenieros, artistas, filósofos, pedagogos o periodistas, por lo que quizás conviniera afrontar los motivos que les llevaron al exilio, qué supuso su ausencia en el país de origen, qué aportaron a la nueva patria y, por último, cómo asumieron la cultura que entonces se presentaba ante ellos, haciéndola (o no) suya (10). Vilar ha enfatizado el impacto que supuso aquella cultura española (en general) en los países de arribo señalando cómo se trataba de una elite intelectual configurada (entre el 60 y 70%) por figuras de primera fila (11). Cierto que la no integración que algunos vivieron no debe considerarse como rechazo a la cultura de los países que les albergaron: Semprún señalaría que, tras ser liberado del campo de concentración y llegar a París, “yo no habría regresado a mi patria, volviendo a Francia... yo nunca podría volver a ninguna patria. Ya no habría patria para mí. Y no la habría nunca. O habría muchas, lo que en el fondo sería lo mismo” (12), y en la misma línea Sánchez Vázquez, negándose a aceptar el término “transtierro”, viviendo su exilio – como desterrado – en toda su crueldad, comentaría que “el desterrado no tiene tierra (raíz o centro). Está en vilo sin asentarse en ella. Cortadas sus raíces, no puede arraigarse aquí; prendido del pasado, arrastrado por el futuro, no vive el presente. De ahí su idealización de lo perdido, la nostalgia que envuelve todo en una nueva luz... idealización y nostalgia, nutriendo la comparación constante” (13). Solo en este contexto cabe entender la anécdota de un Juan Ramón Jiménez contando que siempre llevaba en el bolsillo unas piedrecitas que le recordaban España. Y sin embargo el mismo Sánchez Vázquez apuntaba una idea más que discutible al afirmar cómo “en esos años de oscurantismo el exilio representó la continuidad de la cultura española al permitir fructificar aquí lo que en España se estaba aplastando” (14).

¿Continuidad de la cultura republicana en el exilio?, ¿continuidad de la cultura arquitectónica del racionalismo? Lo rotundo de la afirmación (y el conocimiento de la arquitectura desarrollada en España antes de la guerra) nos lleva a objetar, siquiera mínimamente, precisando, primero, que antes de la guerra no había en España “una” arquitectura sino varias, que era precisamente lo que enriquecía el panorama, sin que puedan encontrarse puntos de referencia entre las propuestas de Zuazo, los proyectos de Bergamín, las obras de Sert, las reformas urbanas de Lacasa... Y luego, que afirmar que el exilio “continuó” aquella cultura quizás sea un eufemismo, sobre todo porque fueron contadísimos los arquitectos del exilio que antes de la guerra tuvieron una trayectoria profesional mínimamente brillante, dado – no olvidemos – que varios de los que luego destacarían eran – en 1939 – jóvenes recién titulados (como Candela, Robles Piquer, Bonet Castellana, Sáenz de la Calzada...) sin apenas experiencia. Y solo tendría razón Sánchez Vázquez al señalar cómo aquella cultura (y así fue, cuanto menos durante algunos años) “en España se estaba aplastando”.

Que España se quebró fue una evidencia y un doble hecho (la partida de muchos y, paralelamente, más que la imposición de una determinada arquitectura el veto a cuanto se pudiera identificar con la cultura republicana) dio al traste con lo que desde mediados de la década de los veinte se venía anunciando como arquitectura deseosa de asumir las premisas teóricas de una hasta entonces desconocida modernidad. Entiendo que eso fue hecho indiscutible: pero lo más importante no es que se “prohibieran” determinados lenguajes arquitectónicos sino que se trastocaron los programas de necesidades desde los que se había concebido aquella arquitectura. El terrible paso atrás del franquismo no fue propiciar un monumentalismo escurialense sino, lo que entiendo que fue más grave, propiciar formas de vida propias de un pasado que se creía superado y que ahora reaparecía como opción impuesta. Poco importa que un arquitecto tan fuera de sospecha como Eugenio Aguinaga (primo de Aizpurúa y, en consecuencia, arquitecto de plena confianza del Régimen) proyectara a comienzos de los años cuarenta el hospital de Plencia desde un lenguaje genéricamente racionalista: lo importante es que las viviendas construidas por la Obra Sindical del Hogar o las promovidas por el Instituto Nacional de la Vivienda se concibieran – cierto que hubo excepciones, pero me refiero a la inmensa mayoría de las edificadas – desde un concepto del espacio doméstico impuesto por el sentido de la “familia cristiana” que en esos momentos tenía (y venía anunciando) la iglesia católica. Quienes marcharon se vieron obligados a hacerlo, impelidos por una España que imponía un cambio en lo cotidiano. El gesto excepcional de quienes partieron merece todo el reconocimiento, pero glorificar la actuación profesional de quienes partieron, convirtiendo el ditirambo en hábito (llegándose no solo a afirmar que el exilio – en arquitectura – representó la continuidad de la arquitectura republicana sino repitiendo afirmaciones tan ingenuas como calificar a Sáenz de la Calzada o Giner de los Ríos de “críticos de arquitectura”) entiendo que debe ser cuestionado (15). Por ello, trascurridos casi ochenta años de lo que fue aquel drama, quizás conviniese enfocar el tema no solo con mirada más sosegada y reflexiva sino también mas erudita y precisa, tomando como referencias documentos de época y no lo relatado en entrevistas personales sobre hechos acontecidos en lo que hoy es ya un pasado remoto (16).

Boceto de J.Ll. Sert del centro cívico con el centro comercial, el bulevar y los equipamientos deportivos para el Plan Cidade dos Motores, Brasil, de Town Planning Associates, 1943-47 [Soporte original. Arquitectura española del exilio, p. 206]

Estudiar el exilio no es elaborar un catálogo de arquitectos, reseñando sus obras en los países de arribo, y sí pudiera serlo confrontar sus últimas obras construidas en España y las primeras proyectadas en el exilio, buscando ver si hubo continuidad o si la nueva realidad condicionó el cambio. Tal idea abre puertas a una doble posibilidad: que muchos de los que presentaron proyectos “racionalistas” identificaran esta con esquemas formales de modernidad (coherente con cultura del parvenu), ignorando la discusión teórica que dio pie a tal arquitectura y firmando proyectos concebidos desde trasnochados programas de necesidades o, lo que es igualmente importante, que la opción “racionalista” no fuera privativa de quienes luego fueron leales a la República. Cierto es que la mayoría de arquitectos de aquellos años asumieron el racionalismo como máscara “a la moda”, y no menos que muchos de los que partieron al exilio ignoraban tanto las razones como el contenido teórico de tales propuestas. Pero no es menos cierto que también, entre los que quedaron (y no solo entre los que quedaron sin posibilidad de marchar, sino entre los que fueron instigadores de la sublevación o luego se adhirieron entusiastas a la misma) hubo partidarios de la arquitectura racionalista. Lo que señalamos no es gratuito por cuanto que solo así se entiende tanto que quienes marcharon al exilio no siempre fueron arquitectos “de vanguardia” (radicando el error en identificar práctica profesional con posiciones políticas) como que significados arquitectos de la más extrema derecha (Aizpurúa, D’Ors o Subirana, en un primer momento, y luego – siempre antes de la guerra – Pérez Mínguez, Corro, Escario, Bidagor o Moreno Barberá) conocían las propuestas fascistas italianas o alemanas tanto en arquitectura como en urbanismo. No olvidemos, por ejemplo, que en 1933 el ya citado Aizpurúa formaría equipo con Sánchez Arcas (todavía no miembro del PCE, pero si con ideología política bien definida) en el concurso para el Hospital de San Sebastián; que el barcelonés Subirana abandonaba el GATCPAC tras haber estudiado en Alemania para – siguiendo los pasos de Aizpurúa– residir en Madrid e integrarse en el aparato político de Falange; que Gutiérrez Soto proyectaba en esos mismos momentos edificios racionalistas tan brillantes como la madrileña piscina La Isla o un singular número de cines (Barceló, Europa, Narváez...), del mismo modo que (aprovechando la ley “de Previsión contra el Paro”, promulgada por el ministro Federico Salmón en junio de 1935 –dentro del Gobierno de derechas – para favorecer las inversiones de la burguesía) se cambiaba la imagen de los barrios burgueses de las ciudades españolas, “modernizando las fachadas”, al punto de que, como en su día señalara Bohigas, las obras construidas al amparo de la ley Salmón caracterizaron la arquitectura de la II República (17).

Cierto que Sainz de los Terreros había buscado descalificar, antes de la guerra, el racionalismo arquitectónico tildándolo de “arquitectura marxista” y que una caterva de fanáticos (Foxá, Borrás, Mayalde o Mondéjar) tildó a Madrid tras la guerra (al Madrid fiel a la República) de “Madridgrado”, proponiendo Mondéjar (citando palabras que atribuía a José Antonio) incendiar Madrid por los cuatro costados, “disponiendo algunos retenes de bomberos en determinados monumentos”. Pero no es menos cierto que tales “opiniones” fueron escuchadas – antes de la guerra – por pocos y compartida aun por menos, sobre todo por la notable difusión que en los años inminentes a la Guerra tuvo el racionalismo italiano, cuando la crisis de 1929 obligó a abandonar la construcción de viviendas económicas fomentando por el contrario los grandes proyectos urbanos que caracterizaron el IV CIAM (18). De todo ello, y a modo de apresurada (pero no errónea) conclusión, cabría apuntar que el citado “menoscabo de la identidad cultural” solo apareció tras la guerra, cuando los exilados habían ya marchado, en una torpe marcha atrás de un régimen que desoiría las propuestas de los “propagandistas” (de los católicos seguidores de Herrera Oria) para mantener una imagen de modernidad y no optar por el pastiche escurialense, opción reclamada por mediocres como Ambrós, D’Ors, Eusa o un Muguruza que poco tenía ahora en común con el que en su día fuera brillante arquitecto. Sin duda el fusilamiento de Aizpurúa dio alas a quienes rechazaban la imagen de modernidad que este había defendido, reclamando en su lugar no solo un impresentable historicismo sino, y sobre todo, exigiendo abandonar las políticas socialdemócratas que sobre vivienda y ciudad se desarrollaron durante los años de la República.

Quienes partieron de España llegaron a países con distintas situaciones políticas y con muy diferentes niveles de cultura arquitectónica; llegaron con la convicción de que su situación sería provisional y que su retorno coincidiría con el fin de la Segunda Guerra Mundial, al dar al traste las potencias aliadas al Gobierno de Franco. Quizá por ello Pedro Salinas – tras viajar a México – señalaría que “en México capital se acabó el turismo y no vi más ruinas que las numerosas de los españoles en el destierro. Emigrados por todas partes y de toda condición, desde el científico al poeta” (19). La idea de “exilio temporal” obviaba la necesidad de integrarse, pese a que Juan de la Encina, Moreno Villa o Masip “teorizarán” sobre la necesaria integración, insistiendo Paulino Masip en cuanto el exilio sería más pasajero en la medida en que un mal entendido nacionalismo se abriera a sentimientos filo-hispanoamericanos (20) al tiempo que aconsejaba no perder contacto con sus compañeros de exilio: “(...) te encuentras en un país que habla tu misma lengua, tiene costumbres parecidas a las tuyas y te ahorra la más penosa de todas las sensaciones del exilio, la de la extranjería, esa angustia casi orgánica del sentirse ajeno, distinto, hostil al paisaje y a los hombres que te rodean” (21). Sin embargo, y pese a lo siempre afirmado sobre el “sentido de grupo”, la solidaridad entre los exilados no siempre funcionó, y extraña, por ejemplo, el desinterés de Sert por la situación de Fábregas en Cuba o de Rodríguez Arias en Chile, del mismo modo que sorprende la escasa comunicación que hubo entre Sánchez Arcas y Lacasa, uno en Moscú y el otro en Varsovia, miembros (suplentes) ambos del Comité Central del PCE. Todo cambió – como relataría Ayala en uno de sus pequeños relatos – tras la declaración del ministro laborista inglés Bewin en agosto de 1945 al señalar, en su informe ante el Parlamento, la no disposición del Gobierno inglés a tomar medidas que pudieran promover o estimular la guerra en España (22). Una primera discusión debería llevarnos a comprender las dificultades de aquellos exilados al trabajar en una trama urbana de la que desconocían todo, con diferentes políticas de suelo, distintas ordenanzas municipales y con planteamientos políticos sobre arquitectura y ciudad que nada tenían en común con los que pudieron conocer en la España republicana; paralelamente, otro de sus problemas fue ajustarse a un debate arquitectónico ajeno tanto al lenguaje formal historicista como a cualquier otro, fuese este decó o racionalista. Llegaron a países con una situación cultural bien definida, fuera la Venezuela donde Carlos Raúl Villanueva dirigía y coordinaba los proyectos para el Banco Obrero, fuera a un México donde la política de Cárdenas no era tanto punto de partida cuanto síntesis del proceso iniciado a finales de la década anterior, cuando Enrique del Moral, Juan Legarreta, Juan O’Gorman, Enrique Yáñez, Antonio Muñoz o Álvaro Aburto habían planteado, en las Pláticas (23), el debate sobre la vivienda obrera o temas como la industrialización, las políticas crediticias que posibilitaran su acceso, la definición de planes nacionales o la transformación de las antiguas ciudades coloniales en modernas metrópolis.

La sorpresa aparece cuando Madariaga, por ejemplo, accede al estudio de Villagrán; cuando Bonet organiza – junto con Ferrari Hardoy y Kurchan, con quienes había coincidido años antes en el estudio de Le Corbusier – el grupo Austral afrontando el estudio del plan de Buenos Aires y, al poco, el plan de remodelación del barrio Sur; cuando Domínguez colabora en La Habana primero con Honorato Colete, luego con Miguel Gascón y Emilio del Junco, y a partir de 1952 con Gómez-Sampera y Mercedes Díaz. Lo mismo cabría decir de quienes llegaron a Venezuela al poco de haber hecho público López Contreras su Plan de Obras Públicas y, lejos de participar en el TABO, centraron su actividad profesional bien en oficinas secundarias de la administración o colaboraron en estudios profesionales. La contradicción aparece cuando constatamos cómo aquellos “arquitectos del exilio” en lugar de participar y aportar su experiencia con las administraciones que buscaban propiciar la construcción de proyectos de índole social, optaron por trabajar para el sector privado. ¿Cuál fue entonces la actividad profesional de aquellos casi cincuenta arquitectos que, en admirable gesto, abandonaron su patria mostrando así su rechazo a lo que intuían que sería el régimen franquista? Ahí radica, en mi opinión, el drama del exilio: el exilio fue pérdida de la Razón y de la Palabra, pero supuso también un quiebro respecto a su anterior actividad profesional. Quienes llegaron a la América hispana descubrieron que ante ellos se ofrecía –profesionalmente– una nueva realidad, abriéndose frentes hasta desconocidos y a los que debían dar respuesta. Uno de ellos (y lo señalo en primer lugar, por cuanto tuvo que ser común a todos, independientemente del país de arribada) fue el impacto que la Exposición Internacional de Nueva York causó en los medios profesionales latinoamericanos.

Es obvio que la información que desde EE UU llegaba a los arquitectos latinoamericanos era muy distinta de la que podía llegar a Europa. De los que marcharon, solo dos, Rodríguez Orgaz y Martín Domínguez, habían residido en Estados Unidos (Martín Domínguez, durante dos años, colaborando junto con el también arquitecto Eduardo Figueroa – hijo de Romanones y próximo al entonces cónsul Edgar Neville – en el diseño de distintos escenarios para películas de Hollywood), por lo que para la mayoría de los que llegaron (fundamentalmente a los países más próximos a Estados Unidos) las imágenes del Futurama que caracterizó la exposición de 1939, unidas a la publicidad que aparecía en las revistas profesionales sobre equipamientos domésticos, tuvieron que llamar poderosamente su atención, máxime si contrastamos esta con el contenido de la exposición celebrada en París en 1937 (con el pabellón español proyectado por Lacasa y Sert). Si en París el pabellón fue arma de agit-prop, exhibiendo el Guernica de Picasso, la Montserrat de González, la fuente de Calder, la escultura de Alberto y, paralelamente, un más que singular montaje fotográfico haciendo ver que era esa la realidad de un país en armas, Nueva York buscó exponer qué debía ser la ciudad del futuro, qué el nuevo estándar de vida, cuáles los programas de necesidades de las viviendas y cuáles los nuevos materiales.

Buenos Aires en 1910 [Revista “The Sphere”, edición española, Londres, 1910, p. 28-29. Arquitectura española del]

Aquella exposición les llevó directamente a un singular punto de inflexión: lo que los gobiernos latinoamericanos buscaban (a comienzos de la década de los cuarenta) no era ya los programas radicales sobre vivienda obrera (no se trataba ya de dar respuesta a viviendas económicas con un espartano programa de necesidades), sino, por el contrario, afrontar cuál debía ser la vivienda para una nueva clase media, clase sobre la que se asentarían tanto los programas venezolanos como los colombianos, cubanos, chilenos y (al poco, y dentro de la política del mexicano Miguel Alemán) mexicanos. Si el debate de los años veinte y treinta sobre la vivienda mínima había interesado solo a una minoría, en la década de los cuarenta un nuevo tema (la vivienda para la clase media) sería asumido por la mayoría de los profesionales, lo que para los exilados supuso dar al traste con la práctica adquirida en España. Integrarse significó entender que lo que se pedía de ellos se encontraba no en textos teóricos publicados en revistas profesionales sino en la publicidad que aparecía en aquellas mismas revistas, porque aquellas imágenes eran las que expresaban qué demandaba de ellos aquella sociedad. Y buscando encajar en esta nueva realidad fue, entre los momentos de la llegada y el final de los años cuarenta, cómo buscaron conquistar – como profesionales de la arquitectura con oficio reconocido – la confianza de una hasta entonces desconocida clientela.

Hubo en el exilio quienes (como Sert) colaboraron con el Departamento de Estado de los EE UU, entendiendo que al actuar así prestaban tanto su apoyo a la defenestración del régimen franquista como de este modo podían difundir los supuestos teóricos de una arquitectura en la que sinceramente creían (24). Nunca nadie podrá cuestionar la brillante y dilatada vida profesional de Sert, defendiendo siempre unos ideales arquitectónicos coherentes, pero su presencia a partir de 1945 en numerosos países sudamericanos quizás debiera entenderse a la luz del papel jugado por su socio, el arquitecto de origen alemán Paul Lester Wiener, y valorar cómo su primer encuentro no se produjo en EE UU sino antes, al haber participado ambos en los congresos de los CIAM y luego coincidir, en 1937, en París al estar encargado uno y otro del montaje – en la Exposición Internacional – de los pabellones de EE UU y de España. Pero hay un algo más: al ser Wiener yerno del entonces Secretario del Tesoro estadounidense, el tándem Wiener-Sert fue utilizado políticamente (como lo fueron los artistas norteamericanos llevados a Europa, con patrocinio del Departamento de Estado y la CIA, como ejemplo de la libertad estadounidense en los momentos de guerra fría) para mostrar a los países latinoamericanos susceptibles de caer en la órbita soviética la importancia de la cultura norteamericana. Si años antes se habían ya buscado proteger y fomentar los lazos entre el brasileño presidente Vargas y Estados Unidos, Sert fue para el Departamento de Estado la persona capaz de aglutinar cualidades tan singulares como tener la trayectoria profesional brillante e impoluta y ser un más que reconocido profesional, a lo que se sumaba el valor añadido de ser un exilado antifranquista, buen conocedor de la cultura arquitectónica y urbanística de Estados Unidos. Sert jugó en América Latina – como Pollock en Europa – un papel tan singular como indirecto (involuntario o inconsciente) al convertirse en representante del American Way of Life que duró (en el caso latinoamericano) hasta que los gobiernos populistas de Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia o Cuba entraron definitivamente en la órbita norteamericana (25). Quizás ello explique, a su vez, por qué Sert nunca tuvo presencia en México: la causa, a riesgo de equivocarme, se debió a que el paso de una presidencia izquierdista, como fue la de Lázaro Cárdenas, a gobiernos de derechas (como fueron los de Ávila Camacho y luego Miguel Alemán) alejó del Gobierno de EE UU el temor a una hipotética aproximación de México al bloque soviético.

Los tiempos iniciales del exilio, cuando Moreno Villa señaló que una de las dos preocupaciones mexicanas era la conquista revolucionaria, motivo por el cual el pueblo mexicano sentía hondamente tanto su revolución como la rusa y la española (razón por lo que la acogida fue más que calurosa), habían pasado, debiendo los exilados españoles demostrar su preparación y hacer ver en qué medida podían enriquecer con su saber al país de acogida. Cierto que algunos, como Martín Domínguez, demostraron más que brillantemente su profesionalidad (prueba de ello es que en el VII Congreso Panamericano de Arquitectos celebrado en La Habana en 1950, recibió el Premio Medalla de Honor y Diploma conjuntamente con Mies van der Rohe, Alfonso Eduardo Reidy, Arroyo y Menéndez, Joao Kehir y Burnham Hoyt) (26), del mismo modo que Josep Lluís Sert (asociado con Paul Wiener) tuvo ocasión de probarla en múltiples proyectos. Se hacía pues necesario demostrar cuánto aquel exilio suponía (fuera de frases triunfalistas) el enriquecimiento de los países receptores, y la antes citada frase de Onetti gravitó y determinó comportamientos, forzando a algunos al retorno y obligando a otros a abandonar poco a poco su actividad profesional. Rodríguez Orgaz, Martí y Balbuena abandonarían la práctica de la arquitectura, dedicándose a la pintura y sabemos que el primer regreso significativo se inicio poco antes de 1956, desde el momento en que el régimen franquista firmaba primero el concordato con el Vaticano y luego lo hacía con EE UU, cediendo las bases militares.

Sert, Jackson & Associates, Proyecto de viviendas en Roosevelt Island, Nueva York, 1974. Vista aérea del conjunto.
Foto Steve Rosenthal [Soporte original, diapositiva. Sert, Special Collection, Frances Loeb Library. Arquitectur]

Sin duda fueron los más jóvenes (Bonet, Candela, Robles Piquer...) quienes “crecieron” mejor y más brillantemente. Bonet, en el momento de su llegada a Buenos Aires, presentaba un perfil un tanto singular: socio-estudiante de GATCPAC durante los años de la República, en 1937 había marchado a París asistiendo a Sert en la dirección de obra del Pabellón, alternando tal trabajo con una colaboración en el estudio de Le Corbusier. Allí conocería y establecería amistad con los argentinos Ferrari Hardoy y Kurchan de manera que, terminada la guerra, marchó a Argentina, huyendo ahora de la invasión alemana. Bonet, quien en 1934 había asistido al IV CIAM celebrado en Atenas, optó por llevar a Argentina la reflexión teórica de Le Corbusier, organizando con los dos citados el Grupo Austral; Candela, en México, titulado como Bonet en junio de 1936 (uno en Madrid, el segundo en Barcelona), marchaba con preocupaciones bien distintas. Alumno (que no discípulo, por cuanto un absurdo choque del estudiante con el profesor distanciaría a ambos) de un Torroja profesor de la Escuela de Arquitectura, Candela tenía previsto partir a Alemania, en viaje de estudios, la semana misma en que estalló la contienda. La sublevación impidió su marcha y, alistado en el ejército republicano, trabajó durante todo el conflicto proyectando fortificaciones. Tras la derrota, marchó a México y fue en dicho país donde llevó a la práctica su vocación como diseñador de singulares estructuras. Si los primeros momentos no fueron fáciles (en 1943, al terminar Cárdenas su mandato, se creaba la Dirección General de Profesionales, debiendo convalidar los españoles sus títulos, reconociendo estos sólo a José Caridad y Arturo Sáenz de la Calzada, por lo que ambos asumirían la firma de los encargos proyectados por los demás exilados) colaborando con Martí, luego dio el gran salto, tras crear la empresa Alas. Ignoro cuál pudo ser su relación con arquitectos mexicanos como Antonio Pastrana, pero sí es evidente que influyó en el mexicano Enrique del Moral y, poco más tarde, en el habanero Max Borges.

Al margen de la solidaridad entre los exilados (solidaridad que se daría sobre todo en México, país donde recalaron 25 de los arquitectos exilados) también convendría destacar un dato que entendemos fue singular: la capacidad de Secundino Zuazo para aglutinar en torno suyo un “grupo” capaz de “ofrecerse” en bloque. En las Memorias de Zuazo se señalaba cómo este (refugiado en París por amenazas de FAI) recibió en 1938 una triple oferta de trabajo. En primer lugar, Muguruza le visitó, por encargo del propio Franco, para encomendarle la reconstrucción de España tras la guerra exigiéndole a cambio su adhesión política. Al rechazar Zuazo tal exigencia, tras la derrota y a su vuelta a España, tuvo que hacer frente a un doble proceso (uno por el Gobierno, acusado de “responsabilidades políticas”, al haber recibido el encargo de construir los Nuevos Ministerios sin que mediara concurso alguno; otro, de sus propios compañeros, quien le depurarían profesionalmente), lo que tuvo como consecuencia su deportación hasta 1942 a las Canarias. Pero hubo más: durante su tiempo en París, Zuazo recibió la visita tanto de representantes venezolanos como de diplomáticos colombianos, interesados tanto en sus servicios como proyectista para la reforma de Caracas como para pedirle que aceptara marchar a Bogotá. Su primera preocupación fue constituir (en París) un pequeño grupo de trabajo en el que participaran Álvarez Mendizábal y el ingeniero Valiente, proponiendo primero al gobierno colombiano (las gestiones se realizaron a través del embajador Gregorio Obregón) comisionar a los arquitectos Alfredo Rodríguez Orgaz, Santiago Esteban de la Mora y Rafael Bergamín como “hombres de su confianza”, sugiriendo a García Reyes (ingeniero español residente en Caracas) los nombres de los tres citados como arquitectos idóneos para cualquier proyecto urbano. De algún modo la mano de Zuazo se prolongaba en América: si bien Rodríguez Orgaz abandonaría pronto el compromiso, Esteban de la Mora nunca volvería a desempeñar el papel que jugara en los tiempos de la República (colaborando con Bellido, Lorite y Lacasa en las propuestas urbanas para el extrarradio de Madrid), y solo Bergamín (destacadísimo arquitecto en el Madrid republicano y autor de excepcionales proyectos) continuaría en Venezuela su brillante carrera profesional (27).

En los años cincuenta las circunstancias políticas habían cambiado y ello fue determinante en el desánimo que viviera el exilio. Pero hubo otro hecho igualmente importante como fue tener noticias de que en España una joven generación de arquitectos (Coderch, Sostres, Fisac, Cabrero, Aburto, Oíza..., todos ellos “inquebrantablemente” afines al Régimen) daba al traste con el pastiche historicista y abría puertas a la moderna arquitectura. Fue entonces cuando León Felipe constató lo que nunca pensaron que pudiera ocurrir, por cuanto que Razón y Palabra estaban de su parte, y en dramático lamento el poeta señaló cómo “en la España del otro lado del mar (...) nosotros, los españoles del éxodo y del viento, [estamos] asombrados y atónitos oyéndoos a vosotros cantar con esperanza, con ira y sin miedos” (28). Comprendieron la obligatoriedad de abandonar las referencias hispanas e integrarse, olvidando historia y tradición: el mismo León Felipe señalaba que “Fue éste un triste reparto caprichoso que yo hice, entonces, dolorido, para consolarme. Ahora estoy avergonzado. Yo no me llevé la canción. Nosotros no nos llevamos la canción. Tal vez era lo único que no nos podíamos llevar: la canción, la canción de la tierra, la canción inalienable de la tierra. Y nosotros, los españoles del éxodo y del viento... ¡ya no teníamos tierra! Vosotros os quedasteis con todo: con la tierra y la canción. (...) De este lado nadie dijo la palabra justa y vibrante. Hay que confesároslo: de tanta sangre a cuestas, de tanto caminar, de tanto llanto y de tanta justicia... no brotó el poeta. Y ahora estamos aquí, del otro lado del mar, nosotros, los españoles del éxodo y del viento, asombrados y atónitos oyéndoos a vosotros cantar: con esperanza, con ira, sin miedos... Esa voz... esas voces... Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, Nora, de Luis, Ángela Figuera Aymerich... los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada... Vuestros son el salmo y la canción”. Grito desgarrador de quien desconocía que también entre los que quedaron (incluso entre quienes habían apoyado al Régimen) cundía el desánimo: el poeta y arquitecto Luis Felipe Vivanco escribía a su tío Rafael Bergamín sobre la pobreza intelectual que vivían –pese a todo– quienes residían en España, “a vosotros, cuanto menos, os queda la ilusión y la esperanza” (29).

Buscando recuperar un tiempo perdido, Max Aub no presentó ni leyó, en la tarde del 12 de diciembre de 1956, su Discurso de Ingreso en la Real Academia, discurso que trataba sobre El teatro español sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo. Imaginando qué hubiera sucedido si la guerra no se hubiera producido, Aub –que nunca fue elegido académico– nunca tuvo ocasión de ser contestado (de acuerdo con el protocolo del acto) por un Juan Chabás quien, obviamente, jamás fue académico. Aub imaginó un mundo que no fue pero que pudo ser, que debió haber sido si una guerra no lo hubiese impedido. No-leyó su discurso sucediendo a Ramón María del Valle-Inclán, con la no-presencia del presidente de la República, Fernando de los Ríos. Nunca pudieron escucharle ni Américo Castro, no-Director de una Academia que no llevaba el título de Real, tampoco Federico García Lorca y Miguel Hernández, además de Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez, Manuel Altolaguirre, José María de Cossío, José Moreno Villa, José Bergamín, Ramón Sender, Corpus Barga, Ramón Gómez de la Serna, Dionisio Ridruejo, Blas de Otero, Salvador de Madariaga, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Rafael Lapesa, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Pedro Sainz Rodríguez, Emilio García Gómez, Luis Felipe Vivanco, Francisco Ayala, Camilo José Cela y Miguel Delibes. Si –como ha señalado Pasqual Mas– “la Guerra Civil nunca existió y, por tanto, ni la muerte, ni el exilio habían azotado España y, en consecuencia, los intelectuales y artistas habían agrandado la fructífera Generación de 1927, lo que, a la hora de nombrar la ‘relación de todos los individuos que ocupan las cuarenta y cuatro sillas de la Academia y fecha de su inicio’ (...) acaba por situar la ficción en un estatuto de realidad falseada” (30).

¿Cabría hacer, en arquitectura, similar ejercicio? ¿Imaginar una Academia donde quienes murieron en contienda confraternizaran con los exilados y, todos, con quienes quedaron? Podemos matizar y teorizar tanto sobre lo que supuso el exilio (siguiendo, por ejemplo, lo en su día apuntado por Zambrano, Gaos o Sánchez Vázquez, y más recientemente por los interesados en valorar las consecuencias de la guerra) como la situación cultural en la que quedaron tanto los “depurados” como los que voluntariamente se autocensuraron. Pero se hace preciso recordar –frente a la brillante ilusión propuesta por Aub– que el drama fue real (y de qué manera), que quienes partieron vieron sus vidas truncadas y –lo que entiendo peor– sus ilusiones rotas, que sus proyectos de vida dieron, para la inmensa mayoría de ellos, al traste. Y que se hace imposible conocer La realidad de aquella España sin entender los destinos culturales que tuvieron ambas Españas. Pero como historiadores de la arquitectura nunca olvidemos – en nuestra valoración– el duro comentario que hiciera Onetti al destacar que “cuando natura no da, exilio no presta. Y lo que natura da, el exilio no quita”.

notas

1
El par de errores menores cometidos por Sáenz de la Calzada (comentar que ambos arquitectos elaboraron, tras 1945, proyectos de reconstrucción para Stalingrado, así como afirmar que Sánchez Arcas recibió de la República Federal Alemana una de sus más altas medallas, trabucando BDR por DDR ) no son comparables al dislate de quien identifica a Lacasa (en influencias y formación) con Sert y GAT CPA C, como hace Idoia Murga Castro en su sin embargo más que interesante trabajo “El Pabellón Español de 1939: un proyecto frustrado para la Exposición Internacional de Nueva York”, en Archivo Español de Arte, LXXXIII , n.331, julio-septiembre 2010, pp.213-234. Justifico en parte el doble error como consecuencia tanto de quienes han pretendido subordinar la arquitectura de los años veinte y treinta no ligada al núcleo de Le Corbusier (calificándola de arquitectura “heterodoxa” frente a la “ortodoxa” llevada a término en Barcelona y, en consecuencia, minimizándola en un ad maiorem gloriam) como de quienes han querido falsear la historia, borrando nombres y atribuyendo de manera exclusiva obras excepcionales a arquitectos de la citada ortodoxia. Son hoy muchos los trabajos que han analizado la arquitectura española de los años veinte y treinta desde perspectivas alternativas a las marcadas en los primeros CIAM (es decir, valorando de igual manera la arquitectura del grupo catalán que otras de igual calidad desarrolladas en otros lugares) pese a lo cual los tópicos se siguen manejando. Porque tras apropiarse Josep Lluís Sert de la autoría del pabellón español de la Exposición Internacional de 1937, eliminando por completo el nombre de Luis Lacasa –aprovechando que tras la guerra Sert desarrolló de manera más que brillante su vida profesional en EE UU , mientras que el otro apenas levantó cabeza en URSS –, la indiferencia por el que sin duda fuera mejor conocedor (y difusor) de la arquitectura centroeuropea hace que en el erudito (y bien documentado) trabajo antes citado sobre el pabellón de Nueva York se sobreentienda que si en los años treinta un arquitecto tuvo algún relieve profesional sin duda fue por estar en la órbita de la arquitectura barcelonesa.

2
Sobre trabajos de investigación de mayor entidad sobre el exilio arquitectónico publicados hasta el momento, ver José Ángel Sanz, Arte y artistas vascos de los años 30, San Sebastián: Diputación Provincial, 1986; “Arquitectura y vivienda mínima en los años treinta. La contribución vizcaína al debate europeo”, en el volumen II de Bilbao, arte e historia, Bilbao: Diputación de Bizkaia, 1990, pp.167-184; asimismo, “Hasta el retorno”, en la monografía sobre el arquitecto Juan de Madariaga, Bilbao: Delegación en Bizkaia del COA VN, 1996, pp.15-31; José María Rovira, José Luis Sert: 1901-1983, Milán: Electa Architecture, 2003; Pepa Cassinello, Félix Candela. La conquista de la esbeltez (catálogo de la exposición inaugurada en 2010 en el Centro Cultural Conde Duque, Ayuntamiento de Madrid), Madrid: Universidad Politécnica- Fundación Juanelo Turriano, 2010; Juan José Martín Frechilla, “De la diplomacia española a la arquitectura sanitaria en Venezuela. Fernando Salvador (Madrid, 1896-Caracas, 1972)”, en Alicia Alted y Manuel Llusia (dtores.), La cultura del exilio republicano español de 1939, Madrid: UNED , 2003; Juan José Martín Frechilla, “De diplomático republicano a arquitecto exiliado. Fernando Salvador en Venezuela”, en Cuadernos republicanos, nº44, Madrid, enero 2001, pp.79-97; Juan José Martín Frechilla, “La inmigración cultivada”, en Imagen, nº1, año XXXI V, Caracas, 2001, pp.64-68; del mismo en colaboración con Salomò Marqués Sureda, “Fragmentos para una historia de la labor educativa de los exiliados españoles en Venezuela”, en Revista de pedagogía, nº61, Caracas, mayo-agosto 2000 pp.183-201, así como también en colaboración con Salomò Marqués Sureda, La labor educativa de los exiliados españoles en Venezuela, Caracas: Fondo Editorial de Humanidades y Educación FHE- UCV, 2002; Luisa Bulnes Álvarez, Mariano y Alfredo Rodríguez Orgaz arquitectos, Tesis Doctoral de la Universidad Complutense de Madrid, 2003. [http://eprints.ucm.es/tesis/19972000/H/0/H0038901. pdf, consultada el 17 de agosto del 2013]; Fernando Álvarez, Antonio Bonet Castellana, Barcelona: Col.legi d'Arquitectes de Catalunya, Demarcació de Barcelona, 1996; Carlos Sambricio (ed.), Luis Lacasa, Escritos 1922-1931, Madrid: COAM , 1976, y también como ed., Manuel Sánchez Arcas, Barcelona: Fundación Caja de Arquitectos, 2003.

3
Catálogo de la exposición Arquitecturas desplazadas: Arquitecturas del exilio español, comisariada por Henry Vicente. Madrid, Ministerio de la Vivienda, 2007. El antecedente de este trabajo sería el más que meritorio –por la fecha en que fue escrito– “Los arquitectos del exilio de 1939”, de Arturo Sáenz de la Calzada, en El exilio español de 1939, coord. por José Luis Abellán, Vol.5, 1978, pp.59-90.

4
Harmut Frank estudió en su día el cambio de residencia (impuesto por el III Reich) de unos alemanes obligados a abandonar sus “terruños” (die Heimat) para colonizar los terrenos arrebatados –con argumentos sobre el pasado germánico de aquellas tierras– tanto a Polonia como a Estonia, Lituania o Letonia en lo que se denominó el Vaterland, dando así paso a la “gloriosa consigna” que consagraba el carácter heroico de quienes “abandonaron el espacio doméstico para conquistar la tierra de los padres (“Sie haben die Heimat verloren um das Vaterland zu gewinnen”)”.

5
José María Naharro-Calderón (ed.), en El exilio de las Españas de 1939 en las Américas: ¿A dónde fue la canción? (Barcelona: Anthropos, “Exilios y heterodoxias”, 1991), señala en p.32, n.15, cómo “Sender ratifica lo que dice Juan Carlos Onetti del exilio: ‘Lo que natura no da, el exilio no presta. Lo que natura da, el exilio no quita”. De manera más sosegada (pero igualmente clara), y refiriéndose a la arquitectura española, prematuramente Carlos Flores había apuntado lo mismo en 1961, aunque entonces a muchos pareciera (por su clarividencia) una provocación: “Como es natural, no todos los arquitectos en la relación precedente eran hombres clave para la evolución de la arquitectura, pero si consideramos a los que murieron a uno y otro lado de las trincheras y a todos aquellos que por diversas causas (todas con su origen en la guerra civil) no estuvieron al llegar la paz en condiciones de dar un rendimiento normal, veremos que quedan englobados en la mayoría de aquellos que se esforzaban por conseguir una resurrección de nuestro aún inestable mundo arquitectónico” (Carlos Flores, Arquitectura Española contemporánea, Madrid: Aguilar, 1961, p.181).

6
Fernando Álvarez, catálogo de la exposición Arquitecturas desplazadas, op.cit., p.35.

7
Carlos Ríos Garza, Víctor Arias Montes y Gerardo Sánchez Ruiz (eds.), Pláticas sobre arquitectura [1933], México: Universidad Nacional Autónoma de México, “Raíces 1. Documentos para la historia de la arquitectura mexicana”, reimpresión de la edición original editada en 1934 por la Sociedad de Arquitectos de México, 2001.

8
E n 1920 Amós Salvador había participado en el Congreso sobre la Reedificación, celebrado tras la guerra en Londres, donde se debatió sobre la necesaria normalización y estandarización en las viviendas económicas. En los años siguientes centró su trabajo profesional en esta línea, presentando en 1929 al II CIAM –celebrado en Fráncfort– un estudio de la vivienda mínima que sería incluido en la exposición celebrada por May, demostrando conocer las características de la “vivienda mínima” así como el debate sobre el tema suscitado en Europa. Comprometido políticamente con la República, asumió cargos públicos que le alejaron de la práctica profesional. Lamentablemente, en la exposición Arquitecturas Desplazadas ni quedó claro quiénes fueron los “arquitectos políticos” que desempeñaron cargos antes de la guerra (es decir, alejados desde un principio de la arquitectura, pese a su titulación) ni quiénes fueron los que, durante la República y la Guerra, asumieron algún tipo de compromiso: es decir, se echaba en falta haber diferenciado al arquitecto-funcionario sin trascendencia profesional –como fue Giner de los Ríos, responsable en el Ministerio de construcciones escolares, o Pradal, funcionario del PSOE – de un Amós Salvador o un Sánchez Arcas, de brillantes trayectorias profesionales, que accedieron al desempeño de cargo público solo a partir de 1931.

9
Ana González Neira, “El debate españolismo-hispanoamericanismo en el exilio español: la propuesta de solución de Paulino Masip”, en Scrittura e conflitto, Actas del XXI Congreso Aispi Catania-Ragusa, coord. por Antonella Cancellier, Maria Caterina Ruta, Laura Silvestri, Vol.1, 2006, pp.209-226 [http://cvc.cervantes.es/literatura/aispi/pdf/19/I_16. pdf, consultado el 10 de agosto de 2013.]

10
Sobre el exilio, recordar cómo José Gaos señalaba: “Desde el primer momento, tuve la impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de una tierra de la patria a otra... y queriendo expresar cómo yo no me sentía desterrado... se me vino a las mentes y a la voz la palabra transterrado”, en Confesiones de Transterrado (obras completas, México: UNAM , 1996, vol.VIII , p.556), recogido por Adolfo Sánchez Vázquez, “El exilio del 39. Del destierro al transtierro”, Claves de razón práctica, nº101, 2000, pp.4-9.

11
Es justo recordar a quienes, tras la Guerra, se impusieron sanciones profesionales. La relación de sancionados (“depuración” política y social, amparada por orden del 24 de febrero de 1940, BOE de 28 de febrero”) apareció en el Boletín de la Dirección General de Arquitectura, nº1, 15 de noviembre de 1939, pp.8-9. 12 Jorge Semprún, L'écriture ou la vie, París: Folio/Gallimard, Folio n° 2870, 1994, pp.125-126.

13
Adolfo Sánchez Vázquez, Del exilio en México. Recuerdos y reflexiones, México: Grijalbo, 1997. José Antonio Matesanz, Las raíces del exilio. México ante la Guerra Civil española, 1936-1939, México: El Colegio de México-UNAM , 1999, p.256, y “De desterrado a transterrado: el exilio en Sánchez Vázquez”, en http://ru.ffyl.unam.mx:8080/jspui/bitstream/10391/2001/ 1/09_AS V_Homenaje_2009_Matesanz.pdf.

14
José Antonio Matesanz, “De desterrado a transterrado”, op.cit., señala: “De esa condición de exiliado Sánchez Vázquez destaca varias características. En primer lugar, su condición de impuesto, de forzoso. Hablo del exilio verdadero –dice Sánchez Vázquez–, de aquél que un hombre no buscó pero se vio obligado a seguir (en rigor, no hay autoexilio) para no verse emparedado entre la prisión y la muerte. En rigor, no hay autoexilio”.

15
Miguel Cabañas. “Exilio político y crítica artística. El caso de los republicanos en México”, Revista de Historiografía, nº13, vol.VII , t.2, 2010, p.36. Si bien el rigor y seriedad científica de Miguel Cabañas están más que probados por sus numerosas publicaciones, ciertas afirmaciones (como cuando, por ejemplo, al tratar sobre Renau comenta en el artículo citado que “en esta labor de crítico, respecto a la que siempre hay que tener en cuenta su militancia comunista, Renau abordó temas como la defensa del tesoro artístico español”) quizás merecieran ser ampliadas para no dar pie a malas interpretaciones. Nunca pensé (o nunca quise pensar, si bien soy consciente de que otros lo piensan) que la defensa del Tesoro Artístico Español fuera privativa de una ideología concreta.

16
Sin duda la edad del entrevistado (por cuanto que la memoria a veces traiciona) es mala compañera para quien busca información en entrevistas y no contrasta luego los datos obtenidos: solo así se explican los pequeños lapsus en los que con relativa frecuencia incurren los dos responsables de la exposición Arquitecturas Desplazadas. Por ejemplo, en el artículo publicado por Juan Ignacio del Cueto Ruiz-Funes, “Presencia del exilio vasco en la arquitectura mexicana” (en Revista Internacional de Estudios Vascos, nº53, vol.1, 2008, p.29), se apunta que “Sáenz de la Calzada (...) entró a formar parte del Seminario de Arquitectura de Manuel Sánchez Arcas, uno de los profesores que más influencia ejerció entre los estudiantes de la Escuela de Arquitectura de Madrid en los años treinta. Sánchez Arcas organizó en 1932 un seminario extraescolar de arquitectura en el que participaron algunos de sus ex-alumnos ya titulados como Jesús Martí y Luis Lacasa”. Carece de importancia precisar que nunca Sánchez Arcas fue docente en la Escuela de Arquitectura, desarrollando su seminario en la Residencia de Estudiantes: lo que sí entiendo equivoco (y no dudo de que se trate de una mala lectura de las fichas de trabajo) es afirmar –como se hace– que Luis Lacasa fue discípulo de Manuel Sánchez Arcas: básicamente porque, de no ser un error mecánico en la redacción, implica un desconocimiento supino de lo que fue la arquitectura española antes de la guerra.

17
Luis Sainz de los Terreros, “Renovación española y la arquitectura”, en AB C, 14 abril 1934, p.35, así como, del mismo, “Las construcciones modernas están influidas por el marxismo”, en La Construcción Moderna, XXXII , 1934, p.163, donde apuntaría (e insistiría poco más tarde en la misma revista, en los números de 15 de julio de 1934, p.231, y septiembre del mismo año, pp.311-313) cómo “el marxismo influye en la arquitectura y la arquitectura en la forma de vida”. D estacar que arquitectos luego tan radicales como José Luis Arrese (quien en mayo de 1940 pronunciaba en Málaga su discurso sobre “La obra falangista de la Vivienda”) había proyectado en 1934 un grupo escolar en Carabanchel, ajustándose sin mayor problema a las pautas racionalistas marcadas por el Ministerio de Educación. Sobre aquel proyecto, ver El Debate, 11 noviembre 1934, p.11. R ecordar asimismo la anécdota vivida por Chueca, quien contaba –siendo estudiante colaborador en el estudio de Gutiérrez Soto– haber visto a este proyectar personalmente en planta y, ajustada esta, facilitar copias a cuatro estudiantes colaboradores pidiendo a uno desarrollar en fachada el proyecto recurriendo al lenguaje racionalista, pidiendo a un segundo igual ejercicio ahora con lenguaje decó, a un tercero, reclamando una composición “estilo neovasco”, y a un último requiriendo el impreciso “estilo Monterrey". Crítica coincidente con la que hiciera Lacasa al comentar irónicamente que “un compañero mío, animado de los propósitos más verdaderos, proyectaba a mi lado un edificio. Se trataba de una vivienda y empezó a tantear la planta según el programa dado, y, después (...) de plantear distintas soluciones, dio con una que consideró la procedente, tan normal, tan corriente, como hubiera sido la de otro compañero cualquiera, aunque no hubiera estado impregnado de tan nobles y modernos propósitos como el que nos ocupa. (...) Según los principios racionalistas, sobre aquella base horizontal debiera levantarse el volumen correspondiente de manera fatal, inapelable y precisa, pero mi sorpresa fue grande cuando vi que en lugar de levantar los volúmenes de manera automática (...) vi que mi compañero empezaba nuevamente con tanteos acoplando los cubos, subiendo o bajando el nivel de las terrazas (...) y pude advertir que entre tanto plano aparecía también un cilindro, aunque luego me he enterado, cosa que me extrañó, que se llevan también los cilindros, claro que sin abusar de ellos”.

18
Durante la década de los treinta fueron frecuentes las referencias –en revistas como Cemento, Nuevas Formas, AC, Arquitectura, La Construcción Moderna, Viviendas, Administración y Progreso...– tanto a los proyectos italianos de Libera, Del Debbio, Terragni, Michelucci, Piacentini o Moretti para nuevas edificaciones como a las actuaciones urbanísticas (fueran operaciones en grandes ciudades o se tratara de la construcción de poblados de colonización).

19
Jordi Gracia, A la intemperie. Exilio y cultura en España, Barcelona: Anagrama, 2009, destaca cómo “a México, precisamente, viajó Pedro Salinas en el verano de 1939 con idea de hacer turismo. Desde la capital azteca escribe a su amigo Jorge Guillén, exiliado en Canadá: 'Pero en México capital se acabó el turismo y no vi más ruinas que las numerosas de los españoles en el destierro. Emigrados por todas partes y de toda condición, desde el científico al poeta”. La correspondencia entre Salinas y Guillén (1923-1951) ha sido publicada por Tusquets, en la colección “Marginales” (Barcelona, 1992).

20
Ana González Neira, “El debate españolismo-hispanoamericanismo en el exilio español”, op.cit.

21
Ibíd.

22
The Spectator, 24 agosto 1945. Ayala comenta las consecuencias de aquella intervención parlamentaria en el relato “La vida por la opinión”, publicado en La cabeza del cordero, Buenos Aires: Compañía General Fabri, “Libros del Mirasol”, 1962, pp.178-187.

23
Sobre las Pláticas, ver la nota 7.

24
Sobre los contactos del Gobierno vasco con el Departamento de Estado norteamericano, ver las memorias del lehendakari José Antonio Aguirre, De Guernica a Nueva York pasando por Berlín (Nueva York, 1942).

25
La colaboración de Sert con Wiener entiendo que es un tema a desarrollar: si Wiener había participado en distintos congresos del CIAM , antes de la Guerra, en 1937 –cuando Sert, que ha abandonado España en guerra, marchando a trabajar al estudio de Le Corbusier– ambos coincidirían en la Exposición de París al estar encargado el uno de las obras del pabellón de EE UU y el otro de dirigir las obras del pabellón español. La marcha desde París, en 1939, de Sert primero a Cuba y luego (aprovechando pasaportes falsos) a EE UU , posibilitó que retomara el contacto con Wiener, contacto más que provechoso para Sert por cuanto que su nuevo socio era yerno del entonces Secretario del Tesoro del Gobierno. Sin duda esta circunstancia propició tras la guerra (como estudió Frances Stonor Saunders en The Cultural Cold War (Nueva York: The New Press, 2000), al referirse a la política cultural de la CIA en aquellos años) los múltiples proyectos del tándem para América Latina, proyectos que entiendo precisan ser estudiados desde la “política cultural” de Estados Unidos en aquellos años, del mismo modo que lo ha sido la política de Vargas en Brasil.

26
Francisco Gómez Díaz, “Martín Domínguez Esteban. Arquitecto español exiliado en Cuba”, en RA. Revista de Arquitectura, nº10, 2008, pp.59-68.

27
Secundino Zuazo, Madrid y sus anhelos urbanísticos. Memorias 1919-1940 (ed. Carlos Sambricio), Madrid: Comunidad de Madrid, 2003.

28
León Felipe, en el prólogo a Belleza cruel, de Ángela Figuera Aymerich (México, 1953, p.13). Tomo la cita de Ana González Neira, “El debate españolismo-hispanoamericanismo en el exilio español”, op.cit., donde destaca el desánimo en un León Felipe que al poco de la llegada a México escribió: “Franco, tuya es la hacienda,/ la casa,/ el caballo/ y la pistola./ Mía es la voz antigua de la tierra./ Tú te quedas con todo y me dejas desnudo/ y errante por el mundo. Mas yo te dejo mudo...¡mudo!/ Y ¿cómo vas a recoger el trigo/ y a alimentar el fuego/ si yo me llevo la canción? ”, entendiendo (como durante años entendieran arquitectos como Sáenz de la Calzada) que, tras su marcha, España se había convertido en un páramo cultural, tardando (algunos, ni siquiera) en advertir que, con el paso de los años, España no solo no había quedado vacía sino que, culturalmente, repuntaba.

29
“¿Puede un país cualquiera sufrir sin menoscabo gravísimo de su identidad cultural la sangría inmisericorde de sus más elevados valores en todos los campos del arte y del conocimiento? ” (Arturo Sáenz de la Calzada, 1976, III , p.213). El comentario de Luis Felipe Vivanco en su carta a Bergamín aparece en Diario 1946-1975, Madrid: Taurus, 1983, pp.84-85.

30
Pasqual Mas i Usó, “Lo real de la ficción: De Max Aub a Antonio Muñoz Molina”, en Congreso Internacional del Centenario “Max Aub, testigo del siglo XX”, Valencia: Pre-Textos, 2004, celebrado en Valencia, abril de 2003.

acerca del autor

Carlos Sambricio R. Echegaray es doctor en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid (1975) y en Théorie et Histoire de l’Art: École de Hautes Études de Sciences Sociales (Ehess, 1982). Es catedrático del Departamento de Composición Arquitectónica, Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, Universidad Politécnica de Madrid (1986). Autor de diversos libros y artículos.

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Arquitectura española del exilio

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Juán José Martín Frechilla and Carlos Sambricio (Orgs.)

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