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architexts ISSN 1809-6298


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Uma possível introdução à história da arquitetura latino-americana é dada por um ensaio que coloca de forma excepcional a peculiar condição desta região geopolítica: A cidade letrada, de Angel Rama


how to quote

SUBIRATS, Eduardo. La escritura de la ciudad (writing and cities). Arquitextos, São Paulo, año 04, n. 047.01, Vitruvius, abr. 2004 <https://vitruvius.com.br/revistas/read/arquitextos/04.047/591>.

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Una de las posibles introducciones a la historia de la arquitectura latinoamericana y, sin duda alguna, una de las más extraordinarias, la brinda un ensayo que no es propiamente hablando un libro de historia, pero que tampoco trata de arquitectura. Un ensayo que plantea más bien la peculiar condición social y política del intelectual en las culturas de esta región geopolítica. El libro en cuestión se titula La ciudad letrada, y su autor fue uno de los más distinguidos críticos literarios latinoamericanos del siglo 20: Angel Rama (1).

Letrado, en el sentido literal de la palabra, significa una persona culta, instruida en letras. Pero sería erróneo confundir las condiciones que rodean a este personaje a la vez literario y político, originado en el universo cultural ibérico, con la tradición humanista que envuelve el concepto moderno de homme de lettres. En lengua castellana e hispanoamericana “letrado” quiere decir, específicamente, abogado, graduado en derecho. Significa hombre de leyes. En el contexto latinoamericano este letrado es, además, una rancia institución colonial. Es una instancia que resume la identidad de escritura y poder constitutivos del sistema jurídico y teológico de la colonización. Hernán Cortés legitimaba su conquista de Tenochtitlan como cristiano de limpio linaje y héroe virtuoso, pero también como hombre de letras. La administración política virreinal era, fundamentalmente, tarea de letrados. Y el escritor y el intelectual latinoamericano moderno que Rama revisó en su ensayo de crítica literaria es un heredero de ese legado colonial: alguien que concibe la actividad literaria como el poder institucional inextricablemente ligado a la practica tradicional de la escritura.

Pero Rama se refiere a una “ciudad letrada” y este concepto puede parecer una alusión a la ciudad como parnaso literario, como comunidad de los hombres y mujeres dedicados a la literatura. No es así. La ciudad letrada es más bien la ciudad concebida con arreglo al rigor de la escritura. La ciudad inexorablemente construida según la letra de la ley. Ciudades planificadas según normas, fines y medios escrituralmente configurados del poder colonial. Ciudades erigidas como artefactos jurídicos, teológicos y arquitectónicos adaptados a las necesidades de conversión de la masa indígena desposeída y desarraigada, de su movilización como fuerza de trabajo esclavo y semiesclavo, y de su control administrativo y eclesiástico. Son las ciudades de trazado rectangular, con calles tiradas a cordel, rígidamente estructuradas en torno a una plaza central que organiza y representa arquitectónicamente el sistema jurídico y político de la Monarquía y la Iglesia. Ciudades como México o Lima coloniales.

Ahora bien, estas características de la ciudad colonial barroca revelan asimismo un aspecto central de las ciudades latinoamericanas del siglo 20. Definen axiomáticamente la metrópoli postcolonial bajo su función movilizadora de la masa industrial y postindustrial de mercancías y humanos. Ponen de manifiesto una racionalidad espacial subordinada a imperativos administrativos y económicos globales y locales. No en ultimo lugar, esta perspectiva histórica de la ciudad colonial en el interior de la metrópoli moderna permite vislumbrar algunos aspectos precisamente profundos de las llamadas utopías urbanísticas y arquitectónicas del siglo 20 en América latina.

La expresión más elocuente de estos proyectos urbanos modernas en América latina es, sin lugar a duda, Brasilia, la capital federal políticamente concebida por Juscelino Kubistchek, y diseñada por Lucio Costa y Oscar Niemeyer. No quiero decir con eso que Brasilia sea una cita única. Las ciudades nuevas, de dimensiones monumentales o de características más reducidas, se extienden ininterrumpidamente por América latina al paso precisamente de la colonización de sus hinterlands y “no-man’s land”. Existe, por lo menos, otro ejemplo no menos impresionante de capital política que cumplía los cánones sancionados por el Movimiento Moderno europeo bajo las diferentes condiciones ecológicas y políticas latinoamericanas: el proyecto de Carlos Raúl Villanueva para la ciudad de Caracas. La síntesis de racionalismo formal y plasticidad barroca, y de clasicismo y funcionalismo que recorre sus arquitecturas e intervenciones urbanas constituye un modelo de proporciones clásicas. Sin embargo, la arquitectura de Villanueva tiene un ostensible arraigo en las culturas locales. Además, se inserta en una ciudad que ya poseía una historia social y arquitectónica propia. Por si eso fuera poco, es una arquitectura y un urbanismo que muestran una relación reflexiva con esa realidad social, histórica y física de la ciudad de Caracas (2).

Brasilia, en cambio, revela en estado puro la convergencia de la racionalidad industrial del modernismo europeo de comienzos del siglo 20, y las constantes de la cultura colonial y postcolonial latinoamericana. Su proyecto político fue una penúltima gesta heroica del espíritu conquistador de los bandeirantes. Es una cita de la civilización industrial violentamente insertada en el interior del sertão salvaje. Su trazado, su regulación jurídica y urbanística, sigue los esquemas elementales de la ciudad colonial ibérica: una ordenación geométrica de la ciudad en medio de la nada, con esa mezcla de rigidez militar y racionalidad misionera que ya subyugaba a los arquitectos del barroco. Organizativa y performáticamente Brasilia es la cristalización de los ideales secularizados del mercantilismo y el salvacionismo coloniales, pero trasladados primero al moderno discurso secular y positivista del “orden y progreso”, y, a continuación, reformateados bajo los conceptos estilísticos del funcionalismo internacional de los años cincuenta. Es un espacio ideal, un diseño abstracto y complejo, proyectado con arreglo a la racionalidad burocrática de un estado-ciudad que, a su vez, fue concebida políticamente como una maquina de proporciones ciclópeas destinada a la exploración y explotación indefinidas de los recursos naturales y humanos de un territorio nacional virtualmente sin fronteras. Arquetipo de la “ciudad letrada”.

Pero tanto si son capitales coloniales fundadas en leyes justas, o urbes modernas trazadas según principios funcionales, a estas ciudades letradas sólo se las puede comprender en toda su magnitud civilizatoria si, al mismo tiempo, contemplamos su reverso. Y el reverso de las ciudades coloniales lo constituyen los amplísimos procesos de destrucción masiva del orden simbólico y urbano de las civilizaciones y las ciudades antiguas de América, del expolio sistemático de sus riquezas y la subsiguiente liberación de una fuerza masiva de trabajo esclavo. Y el reverso de las megalopolis postcoloniales es la masa humana simbólicamente hibridizada y socialmente desintegrada que se extiende sin límite en sus periferias infraurbanas. El reverso de la las ciudades instauradas por la escritura y la ley son los asentamientos masivos y sin nombre en los que hoy se asienta la mayoría de las poblaciones económica, ecológica y militarmente desplazadas de América latina.

Han existido poderosas razones para eliminar como falso problema urbanístico o político esos suburbios deshumanizados que se extienden como una refutación material de los sueños civilizatorios coloniales y modernos. Desde el punto de vista de la racionalidad virreinal no existía fuera o antes del orden jurídico de la escritura más que el reino oscuro de una edad sin historia, y de ciudades sin nombre y sin ley. Un universo aleatorio que se confundía vagamente con un estado diabólico de naturaleza o con un “continente vacío”. Por eso, la condición fundacional de la ciudad colonial americana construida more geométrico era un espacio geográfica y culturalmente vacante, sin pasado y sin memorias. Un espacio que, si no estaba real y efectivamente despoblado, se despejaba y evacuaba militarmente hasta reducirlo a una virtual nada. La vieja Lima es un ejemplo de ciudad levantada sobre un páramo desértico. México fue una ciudad levantada sobre las cenizas de Tenochtitlan. Las ciudades modernas se sustentan sin excepción en uno de estos dos principios fundacionales. Y Brasilia es también es también un ejemplo. Su trazado se extiende sobre un horizonte infinito y vacío. Pero su fundación fue precedida por la destrucción del cerrado y la liquidación de los asentamientos indígenas que la poblaban (3).

Este principio destructivo es a la vez funcional y simbólico. Permite la instauración de los instrumentos técnicos y urbanos de la civilización y de la modernidad como quien dice desde el cielo. Al mismo tiempo, excluye y oculta sus consecuencias humanas y ecológicas devastadoras. Su expresión urbanística y arquitectónica contemporánea son las favelas, los ranchos, los barrios, zonas de infrahabitación subhumana y ocupación territorial suburbana generados por sucesivas oleadas de masas humanas, indígenas, africanas y mestizas hacia los centros de producción industrial, a lo largo de un proceso ininterrumpido que comenzó con las minas de oro y plata del Potosí y no acaba en las maquilas de Tijuana.

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Pero la ciudad colonial americana no encarnaba únicamente el orden letrado de la ley. Ni la escritura era sólo el medio de un poder alienado y alienante. Era también una escritura sagrada. Significaba el Libro, la palabra de Dios. Representaba el orden simbólico y espiritual de una esperanza mesiánica. Esta promesa trascendente de la salvación de los pueblos cristalizaba asimismo en el orden urbanístico de la ciudad, y en el diseño teológico y arquitectónico de la iglesia que la coronaba como su centro espiritual. Una iglesia trazada constructivamente como instrumento funcional y racional de concentración y vigilancia de la masa indígena convertida y colonizada. Pero que, al mismo tiempo, era una iglesia barroca. Era una iglesia concebida como un espacio imaginario y maravilloso. Una arquitectura levantada como el espectáculo sublime de la transfiguración milagrosa y mística de la existencia humana, de la supresión y superación de las contingencias de la ciudad terrenal en un reino virtual de los redimidos. Un espacio sensualmente dinamizado, saciado de ornamentos, habitado por voluptuosos ángeles y vírgenes, intoxicado por voces y músicas sacras, borracho de inciensos y color. Una arquitectura que coronaba el orden funcional de la ciudad colonial como representación de la Ciudad de Dios.

El misticismo, el sensualismo y la espectacularidad barroca infundieron a las capitales y a las culturas coloniales de América un carácter específico e inconfundible. En la edad postcolonial esa estética barroca y neobarroca se desplegó ampliamente, en la poesía lo mismo que en la arquitectura, y bajo múltiples variaciones y nombres, en el pleno sentido de una identidad nacional. La misma trascendencia mesiánica, un sensualismo de características afines, y una idéntica fascinación por lo performático distingue a muchos de los ejemplos más sobresalientes del modernismo literario, plástico y arquitectónico. En la ciudad moderna y secular aquella representación de la trascendencia y la gloria ha adoptado los cánones clasicistas e ilustrados de las artes y las letras. La ciudad colonial como representación de orden divino se transformó en espectáculo moderno de la civilización.

También a este respecto Brasilia brinda un espléndido paradigma. Su “Plano Piloto” no sólo comprendía su avenida monumental jalonada por el interminable desfile uniformado y monótono de ministerios prismáticos, construidos á la Corbusier. Ni terminaba en los iconos arcaicos del poder y la muerte, en su pirámide y su cúpula, su antena-obelisco o su mausoleo, inspirados en los modelos clasicistas de las capitales imperiales de Europa y los Estados Unidos. Brasilia es más que eso. Es una expresión del funcionalismo nacido de los talleres expresionistas alemanes y del Bauhaus, y del cartesianismo lecorbuseriano, adaptados a la amplitud geográfica y a los imperativos administrativos de la expansión colonial del industrialismo moderno. Pero todavía es algo más. Es la combinación de este funcionalismo colonial con los ritmos sensuales y místicos de la Bossa nova, de las expresiones religiosas y artísticas africanas de Bahía y Río, de la pureza formal que distinguen los espacios arquitectónicos y el design de las culturas amazónicas precoloniales, y de la plasticidad de la samba. Lucio Costa insistía, en los últimos años de su vida, que Brasilia era una “ciudad romántica”. Es una fantasía carnavalesca, una quimera de vidrio y concreto, una ciudad de sueños. Dónde un día la política se dio cita con la poesía, bajo el clamor popular de una fiesta nacional democrática.

Quiero poner aquí de relieve una mirada hermeneútica que trata de captar la obra artística y arquitectónica a partir de su integración funcional en un proceso civilizatorio, ya sea colonial o postcolonial, ya moderno o postmoderno. Pero una mirada que, al mismo tiempo, es una estética. Es decir, una mirada que aprehende la obra artística con arreglo a su intencionalidad formal y expresiva, y a su trascendencia espiritual. Y que, por consiguiente, aspira a comprender esta trascendencia en un virtual reino de la belleza, que el barroco formulaba en la representación arquitectónica, poética y musical de una ciudad divina en el más allá, y el espíritu secular moderno ha propuesto como una citta ideale y como espacios de transformación de lo social.

En las grecas y los grifos de las fachadas barrocas mexicanas, por ejemplo, presentimos una escritura propia, inserta en las tradiciones mudéjares del barroco español, pero que abrieron al virtuoso artesano y arquitecto náhuatl o maya la posibilidad de expresar su propia concepción del espacio y, en ocasiones, incluso de manifestar elementos pictográficos que formaban parte de su destruido acervo artístico. El valor espiritual y trascendente de este ornamento barroco es inseparable de los detalles de la forma, incluso o precisamente en sus aspectos expresivos más individuales. Y eso nos permite experimentar en la reiteración de elementos geométricos, o en el efecto vibrante y multicolor que las ornamentadas fachadas de Tasco o Zacatecas ejercen sobre nuestra retina, algo más que los momentos lingüísticos y las claves técnicas que nos permiten clasificar formalmente a estas obras.

Frente a una arquitectura moderna como el Museo Rufino Tamayo diseñado por Teodoro González de León y Abraham Zabludowsky, en la ciudad de México, reconocemos los lenguajes al mismo tiempo abstractos e intensamente dinamizados que han distinguido, entre otras, a las grandes arquitecturas del expresionismo alemán, de Mendelsohn a Taut y Scharoun. Pero la monumentalidad proporcionada de sus escalinatas, sus planos inclinados, que limitan el espacio exterior y al mismo tiempo nos transportan fluidamente a las rampas y espacios internos, sus fugas geométricas y sus volúmenes masivos, todo ello nos transporta inmediatamente a las limpias superficies geométricas, las rampas y las escalinatas de las arquitecturas ceremoniales aztecas o zapotecas. El placer estético que acompaña nuestro movimiento físico a través de los espacios interiores de este museo se hace más intenso en la misma medida en que nos permite circular, asimismo, en el medio de espacios, símbolos y memorias de edades y culturas diferentes.

La arquitectura religiosa de Minas Gerais, en Brasil, es una recreación de los modelos del barroco de la Roma contrarreformista. Lo sorprendente, sin embargo, es su orquestación en un paisaje exuberante de suaves colinas, en cuyas cimas, sus plantas y alzados cristalinos se engastan como perfectos diamantes, contrapuntísticamente recortados sobre los horizontes agrestes de las altas cordilleras de la región. Los interiores de estas iglesias, que en muchas ocasionen transmiten el sentimiento comunitario y acogedor más propio de los cultos evangélicos, guardan una nueva sorpresa. Gran parte de su ornamentación, su pintura y su escultura es la obra de artistas populares, en su mayoría anónimos, que dejaron en los volúmenes geométricos, y en las formas profundamente expresivas de sus tallas la marca de las tradiciones artísticas africanas, llegadas a Brasil junto al tráfico de esclavos. Las texturas ásperas de las viejas maderas, los encalados y los mosaicos, el vibrante brillo del oro y los fuertes contrastes colorísticos confieren a estos interiores una secreta atmósfera mística, emparentada con los cultos religiosos africanos que se apropiaron, en la medida de sus vigiladas posibilidades, de la liturgia católica del barroco.

Esta apropiación espiritual y la consiguiente transformación del espacio, y de la escultura y pintura que alberga, explica asimismo la adaptación idónea de estas iglesias barrocas a la cultura popular de ciudades como Salvador de Bahía u Ouro Preto. El mismo proceso de recreación, síntesis y transformación lingüísticas distingue las grandes obras de la arquitectura moderna en América latina. Barragán es uno de los grandes nombres que no pueden dejarse de mencionar en este contexto. Sus característicos espacios ortogonales, su virtuosa orquestación de volúmenes llenos y vacíos, el uso constructivo del color en grandes superficies rectangularmente talladas, y el encerramiento de las citas vegetales bajo un severo orden ascético de los alzados y las plantas se suelen interpretar como variaciones mexicanas del programa estético del neoplasticismo europeo. Pero las grandes superficies murales, limpias de ornamentos, son una constante de la arquitectura monacal católica. El propio Barragán se refería a su fascinación por los interminables muros de los conventos en las ciudades medievales españolas. Por otra parte, la organización ortogonal del espacio, la construcción geométrica con arreglo a códigos numéricos estrictos y los volúmenes vacíos son asimismo una característica común de los monasterios precoloniales. Barragán trazó una difícil negociación entre los diferentes significados simbólicos que el ángulo recto, las proporciones numéricas y las plantas geométricas han tenido respectivamente en el misticismo zapoteco, en la disciplina monacal cristiana, y en el ascetismo cartesiano de Mondrian y de Oud. La experiencia de quietud, concentración y rigor interno, que en ocasiones, como sucede en su propia casa, llega incluso hasta el extremo de lo opresivo, no puede separarse de estas memorias culturales.

La apropiación original de los estilos internacionales y la transfiguración libérrima de sus lenguajes racionalistas en formas y espacios de exaltado dinamismo y sensualidad se pone de manifiesto, por citar otro distinguido ejemplo, en uno de los elementos constructivos más llamativos de la arquitectura brasileña moderna: sus escaleras. Nadie que haya visitado el palacio de Itamaratí, la joya arquitectónica que corona Brasilia, debida a Oscar Niemeyer y Roberto Burle Marx, puede olvidar las proporciones generosas y elegantes, el poderoso movimiento ascendente y la ligereza de su escalinata central. Mucho antes de rozar su primer escalón con el pie uno se siente visualmente transportado hacia lo alto. De nuevo, nos encontramos aquí con un motivo barroco, que se da cita en una serie conocida y mil veces celebrada de escalinatas en los palacios romanos del seiscientos y setecientos. Pero las escalinatas son también un motivo moderno, que aparece por igual en el Parque Güey de Antonio Gaudí, en el proyecto del Festspielhaus de Hans Poelzig, en el Glashaus de Bruno Taut, y siempre con un significado iconográfico enfático. Desde un punto de vista estético la escalera es un elemento dinamizador y transformador del espacio. Su función simbólica consiste en suspender la gravedad de las masas y transfigurar la materia constructiva movimiento ascendente y en energía. Desde los textos bíblicos, la escalera ha sido un de los más importantes símbolos místicos.

 El monumental hall de Itamaratí está definido simbólicamente por la presencia de la tierra y el agua, que unen, sin solución de continuidad, el espacio exterior e interior del palacio. Las escalinatas son la mediación entre estos elementos y el salón noble del piso superior. Sólo que este espacio central y superior del palacio es un patio abierto y un jardín colgante. Es una cita legendaria de los jardines babilónicos. En su diseño, Burle Marx trazaba, además, un sutil diálogo entre la sensualidad de los jardines árabes y el orden hermético del paisajismo japonés. Pero, en realidad, este jardín colgante es una celebración de la exuberancia amazónica. En el Museu de Arte Moderna de Río, de Affonso Eduardo Reidy, las escaleras desempeñan asimismo un papel emocionante. No solamente rompen, con su movimiento espiral ascendente, la rigidez estética del Modulor, a la que la joven arquitectura brasileña rindió culto, dicho sea de paso, más bien por la libertad de movimientos que permitía que por la intransigencia industrial que pretendía imponer. Y Reidy concibió estas escaleras, divididas en un tramo seductoramente curvilíneo, y otro tramo de rigurosos ritmos ortogonales, como un verdadero camino de iniciación hacia el reino de la belleza, a la que el museo está destinado. Otra escalera, aunque esta vez construida como las inmensas rampa ascendentes de la arquitectura monumental precolonial de América, vuelve a adoptar un papel central en la Facultade de Arquitectura e Urbanismo de la Universidad de São Paulo, debida a João Vilanova Artigas. Una rampa de la que siempre he oído decir, por boca de los arquitectos de esa ciudad, que había sido concebida para que por ella subieran los dioses. Y por citar una última escena, recordaré una ocasión en la que Lina Bo me mostró, con una mezcla de pudor y coquetería, un billete firmado con el puño y la letra de Niemeyer, en la que éste la felicitaba con palabras muy amorosas por su maravillosa escalera en el Solar de la União, el embarcadero colonial del tráfico de esclavos de Salvador de Bahía que ella había transformado en museo de cultura popular y lugar de la memoria.

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A Lina Bo le gustaba comunicar la inmensa alegría que significó su llegada a Brasil. Hablaba con entusiasmo de sus paisajes exuberantes y de la fascinación que le despertaron de inmediato las expresiones de la cultura popular. Y confesaba de buen grado cómo se vio seducida por la libertad expresiva de los jóvenes arquitectos que conoció apenas comenzar su nueva vida: Niemeyer, Burle Marx, Reidy, Levi, Vilanova Artigas... Esa libertad la ató definitivamente a Brasil. Lina me decía que salió de la Italia postfascista con dos bagages. Uno era la arquitectura de las vanguardias europeas anteriores a la Segunda Guerra Mundial, bajo cuyo espíritu se había formado. Su segundo legado era negativo. Era una decepción. A pesar o por causa de su experiencia del fascismo, Lina Bo creía en la urgencia de replantear aquella voluntad de ruptura y renovación que había animado a los artistas e intelectuales europeos de la generación de Gropius y el expresionismo alemán, y de los primeros años del futurismo italiano. Pero en la Europa de la postguerra la joven arquitecta no sentía aquella libertad sin la que no puede generarse un proyecto verdaderamente renovador de sociedad, ni articular una nueva arquitectura en ella. “Esa libertad me la dio Brasil”, decía. Y eso lo subrayaba con plena conciencia de los inmensos obstáculos que había encontrado a lo largo de su carrera, desde los tanques militares con los que la dictadura cerró su exposición de arte popular en Bahía, hasta las mezquindades usuales del pequeño mundo académico.

La arquitectura de Lina Bo, por otra parte, no sólo creció en el contexto del expresionismo arquitectónico brasileño representado por Reidy, Niemeyer, Vilanova Artigues o Mendes da Rocha. Sus características proyectuales y formales sólo pueden comprenderse enteramente si se tiene en cuenta, además, su cercanía con respecto a las culturas y memorias populares de Brasil, y muy específicamente el universo espiritual africano de Bahía. Y sólo puede entenderse a partir de su estrecha relación de amistad con la bohemia intelectual y artística que cristalizó en la Vanguardia Tropicalista de su capital, Salvador. Con nombres tan sobresalientes como Glauber Rocha, Caetano Veloso, Waly Salomão o Antonio Riserio (4). Eso es lo que quería decir Lina Bo con su elección de América latina como una familia cultural caracterizada por una imaginación poética y socialmente innovadora, una arquitectura integrada a las expresiones populares y una inteligencia libre. Lo que, en cambio, le asfixiaba en la arquitectura europea y norteamericana de la postguerra, y en sus sucesivos neoestilos y postmovimientos, era su identificación trivial con el poder tecnológico y político, era su pueril obediencia a las reglas de juego del mercado, era su formalismo vacío.

Menciono aquí esas circunstancias particulares porque sugieren las claves elementales a partir de las cuales se han generado propuestas arquitectónicas especialmente innovadoras desde un punto vista tanto formal, como tecnológico y civilizatorio. Son claves para comprender los ensayos y modelos de un presente crítico que señalan en dirección hacia un futuro mejor. Resumiré brevemente los significados de estos proyectos en torno a tres grandes dilemas del siglo 21: la destrucción ecológica, la liquidación de las memorias culturales y los amplios fenómenos de desintegración social en las megalopolis contemporáneas.

En lo que afecta al primer tema, es decir, la conservación de los habitats ecológicos, se puede mencionar, entre otros muchos, a Severiano Porto en la región Amazónica o Rogelio Salmona en Colombia. Sus arquitecturas son relevantes como experimentación con materiales constructivos adaptados a las condiciones ambientales tropicales y ecuatoriales. Porto ha desarrollado asimismo una serie de tecnologías tradicionales con medios modernos, y objetivos ecológica y socialmente responsables. La obra de este arquitecto como la de Salmona es interesante, además, en la medida en que abriga estas innovaciones tecnológicas y funcionales bajo un repertorio amplio de soluciones formales originales, que sin embargo mantienen un estrecho diálogo con los lenguajes arquitectónicos tradicionales de la región. Sin embargo, quiero subrayar que las experimentaciones arquitectónicas de formas de habitación y ocupación territorial no agresivas cultural, social y ecológicamente, sino, por el contrario, capaces de restaurar memorias, habitats y formas tradicionales de vida en las zonas más amenazadas del colonialismo postindustrial, constituye hoy una corriente amplia y diversificada en toda América latina. He conocido personalmente ensayos semejantes al de Porto en la región amazónica y en los estados centrales de México. Ensayos que comprenden un amplio abanico de estrategias, desde la restauración de centros habitacionales históricos y la recuperación de tradiciones artesanales antiguas, hasta la investigación de tecnologías ecológicamente sustentables, y un repertorio formal innovador. El taller experimental de arquitectura Las Gaviotas en Colombia es otra cita de amplísimas dimensiones formales, ecológicas y sociales. No es preciso subrayar las inmensas dificultades que estos arquitectos encuentran a su paso. La violencia global organizada en unos casos, y el inmenso poder económico y político de la industria de la construcción en otros, tiende a enmudecer y relegar estas experiencias, que son precisamente de punta, a un lugar marginal. El establishment de la crítica arquitectónica los ignora a su vez porque trasgreden las fronteras lingüísticas del fetichismo corporativo bajo el que hoy se define la representación de la arquitectura y el urbanismo en el medio de la industria cultural.

El segundo ejemplo que quiero citar en estas páginas tiene que ver con la restauración de las memorias culturales amenazadas sucesivamente por el proceso colonizador y por la llamada globalización. A este respecto recordaré una de las arquitecturas más originales de América latina: el Anahuacalli de Diego Rivera. Se trata de una obra ampliamente ignorada por la crítica arquitectónica latinoamericana e internacional. Y es, sin duda alguna, un proyecto altamente polémico. Para empezar, la visita de este singular monumento es algo que difícilmente puede borrarse de la memoria. El edificio se levanta como una imponente masa cúbica de negro basalto en medio de un paisaje de tormentosas lavas volcánicas. Está situado en un suburbio pobre y de difícil acceso, al sur del valle de México. Se yergue en un gesto de dolorosa soledad, y la expresión de sus fachadas es hiriente como un grito de agonía o como una maldición profética.

Las funciones de este monumento son otro aspecto ostensiblemente singular. El Anahuacalli fue concebido como museo y mausoleo al mismo tiempo. Es decir, alberga una importante colección arqueológica. Sus paredes están literalmente repletas de bellísimas obras artísticas de cerámica precolonial. Pero que no están expuestas bajo el principio estéril de una taxonomía arqueológica, y mucho menos con la intención mercantil de la exposición de un desing. Los objetos que abriga este museo no son citas de una memoria académicamente formalizada, sino testimonios de la destrucción y muerte de las grandes civilizaciones precoloniales de México. Por eso el Anahuacalli es un museo y es también un templo. Por eso reinterpreta arquitectónicamente elementos constructivos de los templos aztecas y mayas. Más aún, el Anahuacalli es un verdadero museo y templo del Holocausto de las civilizaciones históricas de las Américas.

Es un monumento único. No sólo porque no hay otro con esta intención específica. Es único porque eleva esta memoria de la destrucción y, al mismo tiempo, de la resistencia de los pueblos americanos a esa destrucción, bajo el signo de la creación artística, no de la culpa. Diego Rivera recuerda la destrucción de los pueblos originarios de América bajo el signo afirmativo de la belleza. La de ayer, la de las cerámicas mayas y aztecas, en primero lugar. Y no en último lugar, bajo la celebración de un arte moderno socialmente responsable, que precisamente ocupa el espacio central y simbólicamente privilegiado de esta arquitectura. Y del que el caballete de Diego Rivera, plantado en esa sala principal, constituye un importante ejemplo (5).

Pero no son solamente estos valores simbólicos los quiero destacar en el Anahuacalli. También quiero poner de manifiesto su significado programático como reflexión sobre la forma arquitectónica. A este respecto es preciso recordar la crítica que tanto Diego Rivera como su amigo Juan O’Gorman desplegaron contra la superposición de modas y estilos internacionales en las ciudades latinoamericanas, en un proceso continuo de ruptura y desintegración de las huella urbanas de la memoria y de las identidades colectivas ligadas a ellas. Ambos artistas atacaron de paso el epigonismo y la mediocridad que se amparaba bajo estos lenguajes corporativamente sancionados. Y defendieron y definieron un concepto de forma arquitectónica a partir de la reflexión sobre las memorias culturales que encierra (6).

Ninguno de estos ensayos arquitectónicos, ni el que representa Rivera, ni los que ha llevado a cabo Porto, debiera rebajarse a la categoría de regionalismo. Y no porque, efectivamente, sus propuestas no partan de la manera más neta posible de las tradiciones y formas de vida, y comunidades históricas locales. No pueden reducirse a esta categoría regionalista porque el problema que plantean respectivamente, la colonización de los lenguajes históricos, la destrucción de los tejidos urbanos y la devastación ecológica de las ciudades es precisamente el más global de los problemas que amenazan a la humanidad del siglo 21. En rigor, la redefinicón técnica de la arquitectura a partir de los equilibrios ecológicos, y la redefinición de sus espacios a partir de los lenguajes históricos se encuentra más cerca de las categorías universales formuladas por un Vitruvio o un Schinckel que de la intrasigencia cartesiana de Le Corbusier o Rietveld, y la obsesión comercial del Postmodern. Por eso ambos arquitectos representan una alternativa al mismo tiempo formal, técnica y civilizatoria. Este es también el significado que debe señalarse en mi tercer ejemplo.

El tercero y último tema que me parece necesario mencionar aquí es la integración de la arquitectura en los tejidos urbanos, social, estética y ambientalmente degradados, del Tercer Mundo. E inversamente también, la integración en el interior del proyecto arquitectónico de la inmensa riqueza pluriétnica y multicultural que asimismo distingue a estas megaciudades. Bajo este tópico quiero considerar el conjunto arquitectónico más importante creado por Lina Bo: El Centro Cultural SESC de Pompeya en São Paulo.

Intentaré señalar algunos aspectos elementales que intervienen en este complejo proyecto. Estrictamente hablando, su función es la de un espacio de entertainment, que asimismo acoge las actividades de un centro cultural, desde una biblioteca, a salas de exposición, talleres de arte, y dos teatros. En segundo lugar, el proyecto de Lina Bo es, como ya he señalado, el resultado de varias décadas de trabajo en torno a las expresiones de la cultura popular brasileña. A este respecto es importante subrayar que su concepto de lo popular, y en general lo que en América latina se puede llamar arte, música y cultura populares, están tan lejos de los populismos fascistas europeos de los años treinta, como de los constituyentes industriales y comodificados de la Pop culture norteamericana. Una diferencia que se remonta a un proceso fallido de conversión cristiana de los pueblos colonizados, y a un incompleto proceso de racionalización industrial y postindustrial (7). En tercer lugar, la definición arquitectónica de centro cultural y museo de Lina Bo rompe asimismo con la tradición clasicista que definía el museo como lugar de trofeos, y su traducción postmoderna como arquitectura computacionalmente diseñada, en cuyos espacios clínicamente asépticos se secuestra a las obras de arte bajo su dimensión espiritualmente muerta de artefacto fetichista.

El SESC Pompeya parte de una voluntad integradora de esas culturas populares, que primero han sido violentamente desplazadas de sus medios rurales originales a la megalópolis, para ser subsiguientemente marginadas por la industria y las burocracias culturales. Para ello dispone de una serie de espacios intensamente significativos. Para empezar, Lina Bo partió del elemento arquitectónico más común en las megalópolis del Tercer y el Primer mundos: las ruinas industriales. En segundo lugar, transformó simbólicamente estos espacios de sacrificio humano y desolación urbana, en un lugar de juego, creación y placer. Formalmente esta transformación tiene lugar bajo una serie de lenguajes arquitectónicos que conjugan ritmos y motivos del expresionismo alemán y el futurismo italiano, con las tradiciones artesanales de carpintería y de construcción en ladrillo visto, las citas de la ingeniería industrial y variaciones en torno al galpón de la arquitectura tradicional latinoamericana. Bajo esta polifonía de lenguajes y espacios diferentes se concierta finalmente un diálogo entre la fiesta popular y la cultura erudita, entre el museo como lugar de la memoria y la plaza pública, entre la biblioteca y la pista deportiva. Algo así como un Gesamtkunstwerk, pero sin ese aire acartonado que le confirió la opera de Wagner. Y con una transparente proyección social democrática.

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Quiero terminar por dónde he comenzado: la ciudad letrada, la ciudad racionalmente planificada, teológicamente jerarquizada, y vigilada con arreglo a un rigor funcional y racional. Quiero terminar con la evolución terminal de esta ciudad letrada. Hoy, lo queramos reconocer o no, vivimos en megalopolis como México o São Paulo que son social, ecológica y culturalmente insostenibles. Contemplamos la extensión sin límites de zonas suburbanas de alta densidad poblacional, sometidas al rigor de una infrapobreza económica y una degradación moral planificadas globalmente. Verdaderas anticiudades en las que el orden de la ley significa violencia, y la escritura acompaña una sostenida regresión a formas posthumanas de vida.

El lugar privilegiado de esta otra escritura, la escritura de la anticiudad, ha sido la novela latinoamericana del siglo 20. Es El Señor Presidente de Miguel Angel Asturias: el relato de una Guatemala acosada por la violencia, la corrupción y la deshumanización. Es Comala, la ciudad de los muertos a la que dio nombre Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo. Una ciudad convertida en un infierno habitado por hombres y mujeres reducidos a la existencia de espectros agonizantes. Es también la mezcla de intensidad poética y extrema miseria del Chimbote de José María Arguedas, un suburbio ilegal y abandonado, en la inhóspita e inacabable periferia suburbana de Lima. O es una ciudad como la Asunción que describe Roa Bastos en Yo, el Supremo, una ciudad que se desmorona interiormente bajo el efecto del despotismo y la violencia.

notas

1
RAMA, Angel. The Lettered City. Durrham: Duke University Press, 1996.

2
NIÑO ARAQUE, William. “Villanueva, Momentos de lo Moderno”. En: Carlos Raúl Villanueva, un  moderno en Sudamérica. Caracas, Galería de Arte Nacional, 1999, p. 23 y ss.

3
El cerrado es un tipo de vegetación oriunda del Brasil central caracterizado por árboles bajos y espaciados en un suelo de gramíneas.

4
RISÉRIO, Antônio. Avant-garde na Bahia. São Paulo, Instituto Lina Bo e P.M. Bardi, 1995.

5
LÓPEZ RANGEL, Rafael. Diego Rivera e a arquitetura mexicana. México, Direção General de Publicações e Medios, 1986.

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RODRÍGUEZ PRAMPOLINI, Ida; SÁENZ, Olga; FUENTES ROJAS, Elizabeth (eds.). La palabra de Juan O'Gorman. México, DF: UNAM, 1983, p. 136 y s, 204.

7
Este concepto de cultura popular fue expuesto entre otros por Oswald de Andrade en su Manifesto Antropofagico. Cf. SUBIRATS, Eduardo. A penúltima visão do Paraiso. São Paulo, Studio Nobel, 2001.

sobre el autor

Eduardo Subirats es autor de una serie de obras sobre teoría de la modernidad, estética de las vanguardias, así como sobre la crisis de la filosofía contemporánea y la colonización de América. Escribe asiduamente en la prensa latinoamericana y española artículos de crítica cultural y social

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