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architexts ISSN 1809-6298


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Transcrição da aula inaugural de Helio Piñón, no 2º semestre de 2007 na Universidade Federal do Rio Grande do Sul, onde reflete sobre as relações entre ensino, pesquisa e prática na arquitetura


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PIÑÓN, Helio. Reflexión sobre la docencia de la arquitectura. Arquitextos, São Paulo, año 08, n. 089.00, Vitruvius, oct. 2007 <https://vitruvius.com.br/revistas/read/arquitextos/08.089/195>.

Pronunciar la conferencia inaugural de un curso en una Facultad de Arquitectura es un buen momento – casi una exigencia – para abordar temas que habitualmente se obvian en las conferencias habituales en las escuelas.

Aprovecho cada ocasión en que me dirijo a estudiantes, colegas y profesores para profundizar en los temas que considero fundamentales, tanto para el conocimiento de la arquitectura, como para la práctica del proyecto. A ese respecto, mi agradecimiento a su invitación es, a la vez, cortes e interesado: expresa mi gratitud a la confianza que han depositado en mi saber, pero, a la vez, celebra la posibilidad que me brindan para profundizar mis ideas y, por tanto, mejorar mi acción crítica sobre la realidad.

Llevo 35 años compartiendo la reflexión y la docencia de la arquitectura con la práctica del proyecto, lo que me ha permitido tener una visión poco común de tales actividades: no se si mejor, pero, cuando menos, distinta de la habitual. Generalmente, la reflexión y la profesión no suelen ser prácticas compartidas por una misma persona, por lo que generan perfiles intelectuales muy distintos: el estudioso, que centra su quehacer en la primera, y el profesional, que se dedica enteramente a la segunda. En cuanto a mí, no me puedo identificar con ninguno de ellos: en efecto, si la práctica del proyecto me ha llevado a conocer la arquitectura “desde dentro”, la reflexión me ha permitido relacionarla con las ideas y los valores que la relacionan con el mundo; unas ideas sobre las que se apoyan los principios y criterios en que, a lo largo de la historia, se ha basado la acción ordenadora del arquitecto. Esta visión singular de lo arquitectónico – que, sin duda, me facilita la labor profesional y docente – me ha creado un fuerte sentido de la responsabilidad ante la arquitectura y sus formas de aprendizaje, que me lleva a reflexionar continuamente sobre esas cuestiones.

A ese respecto, puede resultar paradójico que alguien tan comprometido con la enseñanza tenga una fundada sospecha de que si se cerrasen todas las escuelas de arquitecturas, probablemente, el nivel de los proyectos mejoraría de un modo sustancial; tal es mi desconfianza con la forma de organizar la docencia de la arquitectura, cuando menos, en las escuelas que conozco.

La transmisión del oficio a través de la práctica en despachos profesionales tendría – sin duda – el inconveniente de la desorientación y el pragmatismo, pero, en todo caso, no los considero patologías muy distintas a las que aquejan desde hace décadas a las escuelas de arquitectura. Los despachos profesionales – aún los más pragmáticos – garantizarían probablemente cierta competencia técnica y un mínimo sentido de la realidad – aún cuando se trate de una realidad enrarecida – que las escuelas no ofrecen.

En realidad, las escuelas de arquitectura, desde hace décadas, legitiman, por una parte, y amplifican, por otra, los excesos de la arquitectura de moda, sin mostrar ninguna capacidad de reacción ante ellos, tanto por falta de autoridad intelectual y profesional de la mayor parte de sus profesores, como por ausencia generalizada de cualquier impulso moral orientado a ofrecer una alternativa razonable.

Por una parte, las escuelas son responsables de haber consumado la separación de saberes y técnicas que confluyen en la actividad del proyecto: no se puede entender – por mucho que uno se esfuerce en justificarlo – por qué el dibujo, la construcción, la estabilidad y la climatización – por hablar solo de lo más evidente – son consideradas disciplinas autónomas que se imparten como materias complementarias del proyecto, no como técnicas sin las cuales no hay concepción posible, en tanto que son, a la vez, condiciones y estímulos de la misma.

Por otra parte, las escuelas han difundido la conceptualización de la arquitectura, es decir, han contribuido de manera definitiva a centrar todo criterio de juicio en la acción determinante del concepto, ante la carencia de criterios formales para actuar. Ello ha provocado el declive de la visualidad – ámbito privilegiado de la arquitectura y demás artes visuales –, lo que aboca inevitablemente a la pérdida de la capacidad para reconocer las cualidades que definen la identidad de la obra, es decir, su calidad artística.

Sin una mirada cultivada y sin criterios de juicio no se puede proyectar, en sentido genuino; tan solo se pueden administrar los tópicos de moda que dicte la coyuntura, lo que convierte al arquitecto en un súbdito estético, a merced de las consignas de unos críticos que generalmente desconocen el fundamento de lo que dicen.

Las escuelas de arquitectura se han ganado sobradamente la situación subalterna en proceso de la producción del espacio habitable que tienen en la actualidad: por una parte, la mayoría de los que ocupan la docencia de proyectos – por referirme a la habilidad de la que me considero más cercano – no saben proyectar ellos mismos, no solo por falta de recursos técnicos, sino, sobre todo, por falta de orientación y criterio. Tal situación les condena a convivir con unas opiniones precarias, basadas en creencias efímeras, por naturaleza, que les obligan a cambiar de criterio cada vez que las tendencias de la moda lo determinan.

Por otra parte, el sistema habitual de enseñanza da por sentado que el estudiante ya sabe proyectar desde el principio; solo así se puede entender que la práctica del proyecto se base en la ficción profesional: se da un solar y un programa, y se pide proyectar un edificio. Unos cuantos profesores asistentes se encargan de resolver las dudas que se presenten a cada estudiante, asumiendo una autoridad que no les corresponde: e ese juego, representan “la arquitectura”. De ese modo, se pretende garantizar la libertad del estudiante, con la confianza de que ello estimulará su creatividad, sin advertir que, actuando así, se está fomentando la incompetencia y el descaro: en efecto, tal situación favorece la desvergüenza del farsante que, en muchos casos, no duda en presentar su incompetencia como genialidad.

“No hay libertad sin norma” – repetía Le Corbusier, a propósito de las condiciones del proyecto –, lo que significa que no es el más libre quien puede escoger entre mil opciones, pero no dispone de un criterio de preferencia, sino aquel que opta entre solo dos, conociendo el sentido de la elección.

Las escuelas han instituido y avalado la enseñanza liberal que acabo de describir, renunciando a una enseñanza académica, entendida en el sentido fuerte del término, es decir, una enseñanza que exige un profesorado consciente de lo que trata de transmitir y, a la vez, con competencia suficiente para transmitirlo. Sorprende la irresponsabilidad con que en muchos ámbitos de la docencia arquitectónica se critica lo académico como sinónimo de esclerótico, como rémora del pasado, por el hecho de que la academia, a finales del siglo XIX supusiera un freno para el cambio artístico. En realidad, la propia noción de academia comporta el conocimiento del saber y se orienta a la eficacia de su transmisión, condiciones básicas de cualquier proceso didáctico; un conocimiento y una eficacia en la transmisión a los que la enseñanza actual ha renunciado, a favor de una docencia espontaneísta que acaba convirtiéndose en una suerte de pantomima de la creatividad que aboca a “la innovación y el espectáculo”.

Las escuelas, en fin, han actuado como aval administrativo de la supervivencia de una actividad con un pasado glorioso, garantizando su prestigio social, sin advertir como ha ido perdiendo progresivamente su sentido civil y su utilidad pública, hasta el extremo de constituir en la actualidad una práctica superflua con nula incidencia en la construcción de las ciudades.

Para aliviar los dolores del repliegue, los arquitectos más desinhibidos – con la complicidad inestimable de una crítica entregada –, obsesionados en recuperar el papel que la arquitectura tuvo en el pasado mediante la notoriedad de sus intervenciones, han sustitución el objetivo del orden por la celebración de la sorpresa, es decir, han consumado la renuncia a la calidad a favor de la “innovación”: uno de los fetiches más burdos del consumismo mercantil.

Actuando así, las escuelas de arquitectura se han convertido, en la práctica, en guarderías de jóvenes de edades comprendidas entre los 18 y los 25 años, fascinados por un presente “creativo”, e espera de un futuro como “estrellas” con una popularidad comparable a la de un deportista o un cantante. La realidad es que nuestras escuelas están formando mano de obra barata para los grandes estudios multinacionales que han convertido el proyecto en una actividad industrial que actúa con criterios estéticos propios de un populismo banal y con procedimientos publicitarios propios del mercantilismo más burdo.

Como contrapunto positivo de la crítica a la arquitectura contemporánea y su enseñanza, que he tratado de esbozar en lo dicho hasta aquí, quisiera someter algunas propuestas a la consideración de ustedes: alumnos, profesores y arquitectos que se encuentren en la sala. Se que algunos considerarán mi análisis un punto ácido, incluso – a lo mejor – exagerada, por lo radical: les confieso que no me importa ser radical, si por ello se entiende – como es debido – ir a la raíz de los problemas; por otra parte, no me parece honesto sacrificar la lucidez y la claridad para resultar más amable. No comparto la falsa tolerancia con que se presentan ciertos espíritus volátiles que, en realidad, trata de encubrir una desorientación que aboca al relativismo más estéril, tan frecuente en nuestras escuelas.

Las propuestas que quisiera someter a su consideración son las siguientes:

a) Frente a la “arquitectura del espectáculo”, que se basa en llevar al límite una noción anacrónica e insensata de arquitectura como “expresión de una idea” propongo considerar la arquitectura como “representación de la construcción”. No parece sensato que el dinero, público o privado, haya de financiar la simple expresión del estado de ánimo de algunos arquitectos particularmente narcisistas: siempre he pensado que para ese tipo de desfogues es mejor utilizar una guitarra. En cambio, planteo una práctica orientada a disponer los elementos constructivos de manera que, además de satisfacer la lógica material de la construcción física, respondan a otra lógica, de carácter visual, constituida por un sistema de relaciones entre elementos cuya consistencia se relaciona con la universalidad de los criterios en que se basa. Actuando así, al arquitecto asumiría el cometido ordenador que ha caracterizado su papel en la historia, lo que le implicaría – de nuevo – en un proceso formador por el que la peculiaridad de cada obra concreta adquiere una dimensión universal que – sin menoscabo de lo específico –, la relacionarla con las otras. El arquitecto contribuiría, así, a la construcción un mundo propio de seres inteligentes y sensibles, lo que no se desprende de la experiencia de la ciudad contemporánea. b) Entender la “arquitectura como material de proyecto”: es decir, considerar que la acción formativa del arquitecto no actúa sobre la nada, sino que cuenta con una materia prima – elementos arquitectónicos propios o ajenos –, cuya naturaleza no compromete la identidad del proyecto; por el contrario, propicia una construcción formal mas solvente, en la medida que permite concentrar el esfuerzo en la acción ordenadora, tarea específica del arquitecto. La naturaleza del tejido no es irrelevante en el resultado final de un vestido, pero ello no por ello compromete la capacidad formativa de quien lo concibe y confecciona; del mismo modo que, el hecho de estar todas escritas en francés no merma un ápice de identidad de cada una de las obras de Flaubert, por poner un caso. Ciertas cantatas de Bach – en fin – no son menos valiosas por el hecho de que, al componerlas, recurriera a melodías de Haendel, Vivaldi, o a suyas propias, pertenecientes a obras anteriores: solo quien desconozca los fundamentos de la composición musical creerá que el valor de una obra está en la “novedad” de la materia melódica que da pie a su elaboración. c) Tal noción de “materiales de proyecto” – constituidos, como se vió, por arquitectura propia o ajena, pero adecuada – complementarios a los “materiales de construcción”, aboca – en fin – a una enseñanza de la arquitectura entendida como (re)construcción de obras ejemplares, correspondientes al ciclo cultural vigente en el momento en que se proyecta: en nuestro caso, la arquitectura moderna. Tuve ocasión de extenderme sobre este modo de plantear el aprendizaje de proyectos, en la última sesión del curso que he desarrollado en esta facultad. He tenido ocasión de mostrar, tanto los criterios básicos en que se basa, como algunos ejemplos de los resultados obtenidos, a lo largo de los últimos diez años. Unos resultados que me gustaría que se valorasen, no tanto por su eventual calidad visual, cuanto en la medida que anuncian una idea de arquitectura distinta de la que hoy es habitual en las escuelas; una arquitectura que trata de recuperar la competencia técnica que garantice su solvencia constructiva – material y formal – y, con ello, su sentido histórico, es decir, la calidad artística y la utilidad social que ha acreditado a lo largo de los siglos. d) El hecho de que un proyecto de arquitectura responda a un “concepto”, cualquiera que sea lo que se entiende por ello – desde la mera expresión de un deseo a la fabulación más fantasiosa –, no constituye una cualidad del mismo: la consistencia formal es el atributo esencial del proyecto auténtico; una forma que no puede reducirse – como suele hacerse – a los atributos figurativos del artefacto.

La forma artística es la manifestación visual de la configuración interna de las cosas; sea un edificio, un paisaje o una sonata. En consecuencia, un árbol – por ejemplo – no tiene forma, sino configuración; en cambio, si que la tiene la representación que del mismo hace un pintor competente. Una representación que sólo será una obra de arte cuando logre trascender los rasgos de “ese árbol” para aludir a las de “el árbol, en general”.

La práctica del arte – por definición – atiende a lo peculiar desde una perspectiva sistemática que se orienta a lo universal: en eso reside la abstracción esencial del arte y, en particular, del arte moderno.

Pues bien, la única vía de acceso a la forma con que en el proyecto se afronta un programa específico, es la visión; de ahí que la cualidad esencial de la arquitectura sea de naturaleza visual. El único modo, por tanto, de superar el conceptualismo que tan eficazmente ha contribuido a la decadencia de la arquitectura en las últimas décadas es cultivando la mirada o, lo que es lo mismo, adquiriendo sentido de la forma, es decir, ser capaz de captar relaciones formales donde habitualmente solo se perciben imágenes.

La convicción que pueden apreciar en mis palabras no se debe a la presión de un impulso doctrinario congénito, ni a un exceso de confianza en mi capacidad de convencer: obedece a que hablo de ideas que se refieren a una realidad que conozco a través de mi experiencia personal, no a meras hipótesis o consignas aprendidas en los libros. No se trata, pues, de simples conjeturas, sino de modos de proceder verificados ampliamente, tanto en la práctica del proyecto como en la docencia.

Quisiera dedicar el tiempo que me resta a mostrarles dos proyectos realizados en el Laboratorio donde proyecto y a glosar los aspectos de su concepción y desarrollo que tienen que ver con las ideas que acabo de transmitirles en forma de propuestas. Se trata de dos situaciones de proyecto muy distintas, no tanto en el programa funcional, como en su emplazamiento.

En un caso, la Intendencia de Benissa, el lugar es claramente urbano y el programa es el propio de un ayuntamiento para una ciudad de 13.000 habitantes, que ha de incorporar – además – un pequeño auditorio y dos edificios anexos, uno destinado a trabajos administrativos y otro, a viviendas para funcionarios. La concepción y desarrollo de estos edificios se ha basado en la noción de “materiales de proyecto” que acabo de proponerles; unos materiales que, en unos casos son propios y en otro tomados del British Art Center (1969 – 1977), de Louis Kahn.

El uso de materiales propios tiene que ver con el propósito – a mi juicio razonable – de aprovechar la experiencia, actitud que caracteriza tanto a los arquitectos que más admiro como a los profesionales de cualquier ramo dotados de un ápice de sentido común. Es, probablemente, el recurso al sistema de cerramiento del British Art Center, de Louis Kahn, lo que mejor ayude a entender la noción de proyecto que he esbozado en la primera parte de mi intervención.

En el otro caso, se trata de un Centro Escolar de Enseñanza Secundaria, situado en un emplazamiento singular: en la ladera de una montaña, en cuyo lado opuesto se desarrolla un pequeño pueblo de estructura medieval, que conserva sus murallas y los rasgos genuinos de su ordenación original. En este caso, la ausencia de referencias, tanto en nuestra obra como en otras arquitecturas conocidas, nos obligó a plantear el proyecto desde el principio. Recurrimos al arquetipo formal de la construcción escalonada como un modo de adaptar la escuela a una topografía determinada por una fuerte pendiente y, a la vez, recuperar un criterio formativo que caracteriza la topografía d la comarca. Por lo demás, tuvimos que contar con la experiencia derivada de nuestra práctica profesional para resolver los problemas derivados del planteamiento.

Los dos proyectos están vinculados por una idea fuerte de arquitectura, apoyada en una noción del proyecto como proceso claramente constructivo, es decir, orientado a ordenar y enlazar materiales y elementos, de manera que la consistencia formal de la obra trascienda – pero incorpore – la lógica material y funcional del edificio.

Por último, el énfasis en lo visual – que, a mi juicio, se aprecia con claridad en los dos casos – queda de manifiesto en mi modo de mirarlos; tanto en las simulaciones en 3D, como – sobre todo – en las fotografías. No solo la cantidad de vistas con que intentaré describir el centro escolar, sino – sobre todo – el tipo de visiones que les mostraré, ponen de manifiesto la relevancia de lo visual, tanto en mi modo de entender la arquitectura, como en mi manera de afrontar el proyecto. No es tanto el propósito de describir el objeto lo que estimula mi mirada, cuanto la intención de mostrar los criterios formales en que se basa la construcción, de modo que la materialidad de la obra aparece siempre tensada por la consistencia visual de la mirada. De ese modo, cada imagen es un nuevo proyecto que tiene una consistencia formal propia que no niega la de la obra pero la trasciende hacia valores que tienden a lo universal. Así, el proceso constructivo – creativo es un término impropio; degradado, además, por las revistas de moda y los seriales televisivos – no se detiene: mientras haya un sujeto capaz de reconocer, habrá un ojo que, a la vez que percibe una realidad existente, construye una realidad nueva.

nota

1
Texto de la Conferencia inaugural del 2º semestre de 2007, impartida en 03 de septiembre de 2007 en el Salón de Actos de la Rectoría de la Universidade Federal do Rio Grande do Sul.

sobre el autor

Helio Piñón (Onda, España, 1942) es arquitecto y Doctor en Arquitectura por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (ETSAB-UPC), donde desde 1980 ocupa la cátedra de Proyectos y, actualmente, dirige el Laboratorio de Arquitectura. Fue socio del estudio Viaplana y Piñón, responsable por la Plaza dels Països Catalans y por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, ambos en Barcelona. Fue Vice-Rector para Asuntos Culturales de la Universidad Politécnica de Cataluña – UPC. Es autor, entre otros, de los libros "Arquitectura de las neovanguardias" (1989), "Curso básico de projetos" (1998), "Miradas intensivas" (1999) y "Paulo Mendes da Rocha" (2002), este último pela Romano Guerra Editora.

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